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martes, 15 de julio de 2014

Rumbo a un nuevo régimen


Juan Manuel Blanco [en Vozpopuli.com]

Una desgarradora ficción, una terrible falacia recorre el sistema político español. Las leyes, reglas y procedimientos se acatan sólo en apariencia, a beneficio de inventario, creando una enorme brecha entre legalidad y realidad. Las instituciones recitan un bien aprendido libreto pero su actuación responde a motivaciones muy distintas, como si una peculiarinvasión de ultracuerpos anulase su voluntad. Reducidos a un triste decorado de cartón piedra, Parlamento, Tribunal Constitucional, CPGJ u Organismos Reguladores vagan como espectros sin alma, estirando o encogiendo las reglas a capricho de sus verdaderos amos: las direcciones de los partidos. Todo cabe, desde el insólito aforamiento de Juan Carlos, infiltrado de polizón en una ley que pasaba por allí, hasta el manejo de Fiscalía, Hacienda o Abogacía del Estado retorciendo principios, quebrando normas, impugnando el sentido común para impedir que una Infanta responda ante la ley. 
Nada nuevo en la Historia de España. En 1901, Joaquín Costaseñalaba: "A un Estado de derecho  regular  y  perfecto, se opone en España un Estado de hecho que lo hace ilusorio, resultando que tenemos todas las apariencias y ninguna de las realidades de un pueblo constituido según ley y orden Jurídico. (...) No es nuestra forma de gobierno un régimen parlamentario viciado por corruptelas y abusos, sino un régimen oligárquico. Eso que llamamos desviaciones y corruptelas constituyen el régimen, son la regla (...). Un régimen de pura arbitrariedad, en que no queda lugar para la ley (...). El subsecretario del Ministerio, hablando en confianza, me decía: 'No se mate usted, señor Costa; si quiere alcanzar justicia, hágase diputado. En España no somos hombres libres, no gozamos la plenitud de la capacidad jurídica más que los diputados a Cortes, los senadores y los directores de los periódicos de gran circulación. Los demás son personas jurídicamente incompletas'."
Aunque el grupo privilegiado incluya hoy banqueros, directivos de Ibex 35, destacados cazadores, conselleiros autonómicos, impositores en Suiza o viajantes al Golfo, y las prerrogativas de la prensa dependan menos de la tirada que de su inclinación a la adulación y el peloteo, el panorama actual resulta muy similar al régimen de "Oligarquía y Caciquismo" retratado magistralmente por Costa. Tropezando repetidamente en la misma piedra, España ha girado  durante generaciones alrededor del desastre institucional, incapaz de establecer un sólido estado de derecho y un sistema de libre acceso. Los regímenes rígidos, cerrados, raramente se reforman pero periódicamente pierden su credibilidad ante la evidencia de clientelismo y corrupción, alcanzan su decadencia, se descomponen y colapsan, abriendo la puerta al cambio. Nos aproximamos a otra encrucijada, al fin del Régimen de la Transición, un punto crítico donde la bola volverá a ponerse en juego. Asistimos a una tragicomedia con  Mariano Rajoy en el papel de Dámaso Berenguer, aquel personaje que, aislado en su burbuja, no percibió que todo se desbarataba a su alrededor, que el sistema quebraba sin remedio. Dicen que los dioses ciegan a quiénes quieren perder.
Cuidado con las falsas soluciones
Pero el proceso no está exento de dificultades. Por muy nefasto que sea el régimen actual, no todos los cambios conducen automáticamente a un sistema mejor. Con frecuencia desembocan en uno similar. Es necesario afrontar los momentos decisivos con conocimiento, entereza y decisión, conscientes de que la dirección de las transformaciones depende de la acción ciudadana. Hay que huir de los cantos de sirena, esas voces que ofrecen falsas soluciones, que animan a repetir, en otros términos, los mismos errores del pasado, a recrear el antiguo modelo con apariencia distinta pero la misma lógica interna. Rechazar el señuelo populista, ese discurso del maná inacabable, del paraíso sin esfuerzo, de la tierra prometida a golpe de decreto ley. Esas recetas que combaten síntomas, no causas, olvidando los profundos mecanismos que generan oligarquías y bloquean la igualdad ante la ley.
Ni los problemas han sido generados por una intrínseca maldad de la "casta política", ni sirven  soluciones simplistas como la mera sustitución de los dirigentes actuales por nuevos gobernantes "justos y benéficos", capaces de multiplicar panes y peces, de extender a toda la población los privilegios la oligarquía. Mal servicio prestan quienes se afanan en ampliar privilegios en lugar de eliminarlos. El cambio de caras, de personas, es necesario. Pero insuficiente sin transformar radicalmente las instituciones, sin restaurar los mecanismos de control, esas cláusulas de salvaguardia que protegen a los ciudadanos de sus gobernantes. Cuando las nuevas élites ocupan las poltronas del poder, las buenas intenciones se difuminan, se disuelven en agua de borrajas, quedando todo en un grosero "quítate tu pa' ponerme yo" y... vuelta a empezar. Patinan quienes pretenden resolver las tensiones territoriales otorgando todavía más poder a ciertas oligarquías locales. Y también aquellos que, nublada la razón por la emoción, encomiendan a los caciques más cercanos la conducción hacia un quimérico paraíso con ríos de leche y miel.
Una verdadera revolución
El buen gobierno no puede quedar al albur de las buenas intenciones de los gobernantes. Sin límites nítidos y eficaces, la tendencia a abusar del poder, a ejercer la arbitrariedad se torna irresistible. La verdadera revolución no consiste en cambiar gobiernos, símbolos o banderas sino en transformar las instituciones, desmontar las corruptas vigas del régimen y construir sólidos cimientos que sustenten el imperio de la ley. Solo es posible contener, domesticar la colosal fuerza del Estado, restaurando una efectiva separación de poderes, troceando el Leviatán en pedazos distintos pero no aislados, nunca feudos apartados donde mangonear sin interferencia, ni camarillas en amigable compadreo, sino poderes equilibrados en constante roce, fricción y colisión, en permanente vigilancia mutua, controversia y control. Todos ellos fiscalizados por una prensa libre, independiente del poder, que proporcione información veraz a los votantes.
Dar un giro definitivo a nuestra política requiere implantar mecanismos de representación directa de los ciudadanos, distritos uninominales, instituciones que respeten el espíritu de las leyes, tribunales independientes, un verdadero parlamento que discuta las leyes, organismos supervisores de carácter profesional, objetivo y neutral. Y, tras el lamentable reinado de Juan Carlos, un referéndum que restaure la legitimidad de la monarquía, o la rechace. Se abre una nueva ventana de oportunidad, comienza a fluir esa marea que tomada en pleamar conduce a la fortuna pero que, si se pierde, condena a una travesía entre escollos y desgracias, a naufragar en el proceloso mar de la historia. Esta vez, gracias a los clásicos, estamos avisados. 
 
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