Juan Manuel Blanco [en
Vozpopuli.com]
Una desgarradora ficción, una terrible falacia recorre el
sistema político español. Las leyes, reglas y procedimientos se acatan sólo en
apariencia, a beneficio de inventario, creando una enorme brecha entre
legalidad y realidad. Las instituciones recitan un bien aprendido libreto pero
su actuación responde a motivaciones muy distintas, como si una peculiarinvasión de ultracuerpos anulase
su voluntad. Reducidos a un triste decorado de cartón piedra, Parlamento,
Tribunal Constitucional, CPGJ u Organismos Reguladores vagan como espectros sin
alma, estirando o encogiendo las reglas a capricho de sus verdaderos amos: las
direcciones de los partidos. Todo cabe, desde el insólito aforamiento de Juan Carlos, infiltrado
de polizón en una ley que pasaba por allí, hasta el manejo de Fiscalía,
Hacienda o Abogacía del Estado retorciendo principios, quebrando normas,
impugnando el sentido común para impedir que una Infanta responda ante la
ley.
Nada nuevo en la Historia de España. En 1901, Joaquín Costaseñalaba: "A un Estado de
derecho regular y perfecto, se opone en España un Estado de hecho que lo hace ilusorio,
resultando que tenemos todas las apariencias y ninguna de las realidades de un
pueblo constituido según ley y orden Jurídico. (...) No es nuestra forma de
gobierno un régimen parlamentario viciado por corruptelas y abusos, sino
un régimen
oligárquico.
Eso que llamamos desviaciones y corruptelas constituyen el régimen, son la
regla (...). Un régimen
de pura arbitrariedad,
en que no queda lugar para la ley (...). El subsecretario del Ministerio,
hablando en confianza, me decía: 'No se mate usted, señor Costa; si quiere
alcanzar justicia, hágase diputado. En España no somos hombres libres, no
gozamos la plenitud de la capacidad jurídica más que los diputados a Cortes,
los senadores y los directores de los periódicos de gran circulación. Los demás
son personas jurídicamente incompletas'."
Aunque el grupo privilegiado incluya hoy banqueros, directivos
de Ibex 35, destacados cazadores, conselleiros autonómicos,
impositores en Suiza o viajantes al Golfo, y las prerrogativas de la prensa
dependan menos de la tirada que de su inclinación a la adulación y el peloteo,
el panorama actual resulta muy similar al régimen de "Oligarquía y Caciquismo" retratado
magistralmente por Costa. Tropezando repetidamente en la misma piedra, España
ha girado durante generaciones alrededor del desastre institucional,
incapaz de establecer un sólido estado de derecho y un sistema de libre acceso.
Los regímenes rígidos, cerrados, raramente se reforman pero periódicamente
pierden su credibilidad ante la evidencia de clientelismo y corrupción,
alcanzan su decadencia, se descomponen y colapsan, abriendo la puerta al
cambio. Nos aproximamos a otra encrucijada, al fin del Régimen de la
Transición, un punto crítico donde la bola volverá a ponerse en juego.
Asistimos a una tragicomedia con Mariano
Rajoy en el papel de Dámaso Berenguer, aquel personaje
que, aislado en su burbuja, no percibió que todo se desbarataba a su alrededor,
que el sistema quebraba sin remedio. Dicen que los dioses ciegan a quiénes
quieren perder.
Cuidado con las falsas soluciones
Pero el proceso no está exento de dificultades. Por muy nefasto
que sea el régimen actual, no todos los cambios conducen automáticamente a un
sistema mejor. Con frecuencia desembocan en uno similar. Es necesario afrontar
los momentos decisivos con conocimiento, entereza y decisión, conscientes de
que la dirección de las transformaciones depende de la acción ciudadana. Hay
que huir de los cantos de sirena, esas voces que ofrecen falsas soluciones, que
animan a repetir, en otros términos, los mismos errores del pasado, a recrear
el antiguo modelo con apariencia distinta pero la misma lógica interna. Rechazar
el señuelo populista, ese discurso del maná inacabable, del paraíso sin
esfuerzo, de la tierra prometida a golpe de decreto ley. Esas recetas que
combaten síntomas, no causas, olvidando los profundos mecanismos que generan
oligarquías y bloquean la igualdad ante la ley.
Ni los problemas han sido generados por una intrínseca maldad de
la "casta política", ni sirven soluciones simplistas como la
mera sustitución de los dirigentes actuales por nuevos gobernantes "justos
y benéficos", capaces de multiplicar panes y peces, de extender a toda la
población los privilegios la oligarquía. Mal servicio prestan quienes se afanan
en ampliar privilegios en lugar de eliminarlos. El cambio de caras, de
personas, es necesario. Pero insuficiente sin transformar radicalmente las
instituciones, sin restaurar los mecanismos de control, esas cláusulas de
salvaguardia que protegen a los ciudadanos de sus gobernantes. Cuando las
nuevas élites ocupan las poltronas del poder, las buenas intenciones se
difuminan, se disuelven en agua de borrajas, quedando todo en un grosero
"quítate tu pa' ponerme yo" y... vuelta a empezar. Patinan quienes
pretenden resolver las tensiones territoriales otorgando todavía más poder a
ciertas oligarquías locales. Y también aquellos que, nublada la razón por la
emoción, encomiendan a los caciques más cercanos la conducción hacia un
quimérico paraíso con ríos de leche y miel.
Una verdadera revolución
El buen gobierno no puede quedar al albur de las buenas
intenciones de los gobernantes. Sin límites nítidos y eficaces, la tendencia a
abusar del poder, a ejercer la arbitrariedad se torna irresistible. La
verdadera revolución no consiste en cambiar gobiernos, símbolos o banderas sino
en transformar las instituciones, desmontar las corruptas vigas del régimen y
construir sólidos cimientos que sustenten el imperio de la ley. Solo es posible
contener, domesticar la colosal fuerza del Estado, restaurando una efectiva
separación de poderes, troceando el Leviatán en pedazos distintos pero no
aislados, nunca feudos apartados donde mangonear sin interferencia, ni
camarillas en amigable compadreo, sino poderes equilibrados en constante roce,
fricción y colisión, en permanente vigilancia mutua, controversia y control.
Todos ellos fiscalizados por una prensa libre, independiente del poder, que
proporcione información veraz a los votantes.
Dar un giro definitivo a nuestra política requiere implantar mecanismos
de representación directa de los ciudadanos, distritos uninominales,
instituciones que respeten el espíritu de las leyes, tribunales independientes,
un verdadero parlamento que discuta las leyes, organismos supervisores de
carácter profesional, objetivo y neutral. Y, tras el lamentable reinado de Juan
Carlos, un referéndum que restaure la legitimidad de la monarquía, o la
rechace. Se abre una nueva ventana de oportunidad, comienza a fluir esa marea que tomada en pleamar
conduce a la fortuna pero que, si se pierde, condena a una travesía entre
escollos y desgracias, a naufragar en el proceloso mar de la
historia. Esta vez, gracias a los clásicos, estamos avisados.
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