Pocos fenómenos resultan
tan sorprendentes en la reciente historia de España como la expectación que
suscita cada año el mensaje de navidad del Rey. Un discurso siempre trufado de
simplezas, ambigüedades, lugares comunes, construido con esa superficialidad y
nadería dignas de la gaseosa rebajada con un generoso chorro de agua.
Tan previsible como el sempiterno giro del bombo en el sorteo de la lotería. Es
natural que muchos observadores presten más atención a la forma que al fondo, a
los elementos no verbales de la insoportable alocución: la expresión del
monarca, la mirada, sus ademanes, la forma de sentarse, la posición de las
manos o los ridículos elementos colocados para la ocasión por un torpe director
de atrezzo.
Año tras año, sumidos en un ambiente de insufrible peloteo, de estomagante
adulación, pocos osaron advertir que el Rey estaba desnudo... o al menos con
demasiada frecuencia.
Vivimos en un país en que
importa muy poco lo que se diga... y mucho quien lo diga. Donde la superficie,
la apariencia, la palabrería hueca se impuso por goleada al fondo, al
razonamiento, al argumento. El continente siempre dominó al contenido. Pero
este año existía mucho más morbo, una enorme curiosidad para presenciar la
actuación de un nuevo locutor. Tras repetirse más que el ajo durante décadas en
su insoportable levedad, Juan Carlos pasaba el testigo a su hijo suscitando
ciertas esperanzas de cambio. Una transformación en la puesta en escena o en el
mensaje; preferiblemente en ambos. Todo en vano: las malas costumbres
difícilmente se abandonan. La
tele volvió a ofrecer una redacción de alumno de bachillerato recitada en la
fiesta de su cole. Dicen que la historia se repite siempre dos
veces, pero la segunda suena ya a chirigota.
El secreto de los
discursos consiste en no decir nada incisivo, no mojarse ni pronunciar idea
polémica. Señalar que hay problemas pero que se van a solucionar, sin
especificar cómo. Pronunciar las frases que están en boca de todos, pero
matizarlas a continuación para que puedan interpretarse al derecho o al revés,
a gusto de tirios y troyanos. Decir
sin llegar a decir, amagar sin llegar a dar, para que las palabras tengan mismo
efecto que el sol atravesando un cristal. Un producto
digno de figurones de la casa, esos relumbrones obsesionados en evitar
cualquier atisbo de polémica que ponga en peligro su estabilidad en el cargo.
Hermeneutas, pelotas y
tiralevitas
Tras la alocución aparecen
invariablemente exégetas y hermeneutas mediáticos, esforzados intérpretes de la
claves ocultas del mensaje, los giros, los gestos, los silencios, el decorado,
esos arcanos que obligatoriamente debe poseer tan plano y ordinario discurso.
Una labor tan abrumadora como sacar jugo del rabo de pasa. Y regresan los pelotas y tiralevitas, ésos que
por garantizar la supervivencia de su medio, o por no cerrarse las puertas en
su aspiración a un puesto, describieron siempre a Juan Carlos como
quintaesencia de virtudes, bautizando la grosería, la ordinariez o la mala educación
como campechanía. Ahora vuelven a la carga con Felipe: un
pretendido reformador, un estricto puritano completamente alejado de las
peligrosas inclinaciones de su padre, de esas dudosas actividades cuya
existencia no descubrieron hasta hace dos viernes. Hasta el líder de Podemos, Pablo Iglesias, se
ha sumado a esa patulea de aduladores que disfrutan como cosacos dando jabón al
Rey por toneladas. Algunos se precipitaron por no esperar al día 28 para
proferir tales loas y panegíricos. Hay quien sigue sin comprender que la
ausencia de crítica y control es la principal fuerza que corrompió la
Corona.
Señaló el Rey que la lucha
contra la corrupción es un objetivo prioritario y, sin embargo... que la
mayoría de los políticos son honrados. Entonces, ¿a qué tanta preocupación por
una corrupción excepcional y minoritaria? Una vela a Dios y otra al diablo,
pasando de puntillas por asuntos más cercanos, especialmente cruciales. No
resulta tan relevante que su hermana se encuentre imputada y abocada a un
juicio oral: ocurre en las mejores familias. Lo realmente grave es el vergonzoso
trato de favor que Cristina ha recibido por parte de fiscalía, hacienda o
abogacía del Estado. Esas enormes trabas, presiones y
zancadillas que organizó el establishment para
evitar su procesamiento. Sobre este asunto, que muestra la aborrecible
naturaleza de un régimen más al servicio de los poderosos que del bien común,
Felipe corrió un telón de silencio con cierto aroma a connivencia cómplice.
Toma el dinero y corre
Pero la verdadera espada
de Damocles del nuevo Rey es la oscura fortuna de Juan Carlos,su
controvertido origen. Si Felipe desea hablar de corrupción con todas sus
consecuencias, y de paso obtener la legitimidad que necesita la monarquía, sólo
tiene un camino: coger el toro por los cuernos, expresar una rectificación
nítida y clara. Condenar
las comisiones por compra de petróleo, y otros negocios opacos del pasado,
comprometerse a dar los pasos necesarios para que todos esos fondos sean
devueltos a su legítimo propietario: el pueblo español. Todo
lo demás es palabrería inútil, la búsqueda de una nueva ley de olvido, de punto
final. Una versión renovada del "toma el dinero y corre". ¿O
quizá piensa heredar esa fortuna cuando llegue el momento, mirando hacia otro
lado, haciéndose el despistado como si nada hubiera ocurrido? Y pretender que
todo el mundo asienta con una sonrisa y una reverencia. Nuestras élites tienen
demasiado interiorizada esa exasperante visión de corto plazo que conduce a
procrastinar, a aplazar los problemas, a cebar devastadoras bombas de racimo
que estallarán tarde o temprano.
España está cambiando: ya
no traga los embustes, ocultaciones y manipulaciones del pasado. Es hora de
abrir ventanas, ventilar habitaciones, levantar alfombras, retirar de una vez
las toneladas de basura acumulada. La legitimidad de la monarquía no puede
sustentarse en unos pretendidos derechos históricos, en la costumbre o en el
temor al cambio sino en la aceptación mayoritaria de los ciudadanos. Ante la
pérdida de la potestas,
el Rey necesita una enorme auctoritas para
mantener sus prerrogativas. Reglas
claras, transparencia, ejemplaridad y rendición de cuentas son las claves para
el futuro que se avecina. No discursos banales,
secretismo, lugares comunes o fruslerías.
Tengan un feliz año nuevo. Juan Manuel Blanco [en Vozpopuli.com]
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