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lunes, 5 de enero de 2015

Otra Navidad sin cuento



Esta semana aquellos más afortunados celebrarán en familia la tradicional cena de Noche Buena, día en el que, por primera vez, el rey Felipe VI pronunciará el correspondiente discurso, a buen seguro lleno frases a medio camino entre lo obvio y lo sensato, y en el que no se esperan sorpresas más allá de los habituales guiños al “pueblo” y a la cada vez más denostada clase política.
Desde hace tiempo, más del que muchos imaginan, las alocuciones del rey solo interesan a los españoles más entrados en años, aquellos que vivieron el franquismo y vieron en la Transición un cambio, que, aunque imperfecto, les permitió disfrutar al menos de una pequeña parcela de libertad. El resto, exceptuando a quienes se viven al socaire del Estado, de los partidos tradicionales o de los negocios protegidos, no ven ya en el discurso del rey más empeño que mantener el viejo orden. Y en esta ocasión, si acaso, cambian los protagonistas, pero no la obra representada.
En general, más allá del cada vez más visible deterioro de un statu quo que pronto cumplirá 40 años, nada ha cambiado, gracias, sobre todo, a unos partidos políticos que, sometidos a los designios de sus líderes y en perfecta sincronía con las élites extractivas, se han convertido en el tapón que mantiene embotellada la historia de España. Así, la frase de que “la crisis ya es historia… del pasado” es la mayor estupidez pronunciada en los últimos cien años, en tanto que solo hace referencia a lo económico y olvida a conveniencia que nuestra crisis es fundamentalmente política. La otra, la económica, es consecuencia de un desquiciamiento institucional propio de estados camino de ser fallidos. Y por más que los grandes números mejoren, la prosperidad llegará al común con cuenta gotas. 
Los males de fondo siguen siendo exactamente los mismos hoy que hace diez años. Lo resumía lúcidamente John Müller en el párrafo final de su artículo titulado La deflación en España, donde, tras apuntar que la espectacular caída del precio del petróleo se traducirá en una inyección de 10.000 millones de euros en las rentas de empresas y familias, a lo que se sumará “la renta disponible que se genere con la reducción de las retenciones del IRPF en enero”, ponía el dedo en la llaga: “Todo ello impulsará la demanda interna, que sigue siendo el principal motor del crecimiento español. Incluso la construcción está volviendo a hacer aportaciones positivas. No hay un nuevo modelo económico español. Hemos vuelto al viejo modelo, un 30% por debajo.” 
En efecto, seguimos donde solíamos, en la España vieja y destartalada. Entretanto, sigue su avance imparable el Estado corporativo, ese híbrido a medio camino entre el poder financiero y los grandes negocios, y el cuarto Estado de lo público, donde parasitan infinidad de colectivos, entre los cuales figuran en lugar destacado miles de políticos y decenas de miles de asimilados, quién sabe si cientos de miles. En consecuencia, no solo no desaparecen las trabas a la iniciativa privada, sino que hemos superado con creces las 100.000 leyes y reglamentos. Y aumentando.
Cierto es que se simplifican sobre el papel los trámites para crear un negocio o darse de alta como autónomo. Pero de ahí en adelante el infierno regulador se vuelve casi insuperable. El resultado, tal y como certifica el informe de la Fundación BBVAsolo la mitad de quienes se dan de alta como autónomo consigue mantenerse como tal más de tres años. Y otro tanto sucede con las pequeñas empresas de menos de 10 empleados, que, por lo general, son aquellas que recién empiezan su andadura.
Necesitamos poder crear empresas más grandes, capaces de generar puestos de trabajo cualificados y sueldos mejor remunerados, amén de proporcionar una mayor estabilidad en el empleo. Pero tal cosa parece imposible en esta España de los partidos, de las élites, de los grupos organizados y de los oligarcas, donde manda el pelotazo concertado, y todo aquel que va por libre termina casi siempre en la cuneta.
Recientemente, a propósito de la crisis, se preguntaba el Papa Francisco Bergoglio "Qué dignidad podrá encontrar quien no tiene qué comer o el mínimo necesario para vivir o el trabajo que le otorga dignidad". Sin embargo, la dignidad no está en un plato caliente, un trabajo decente o en la mera subsistencia. Está en la libertad de hacer, de emprender, de crecer: de poder ser uno mismo, sin depender de la falsa caridad del Estado. En definitiva, la libertad es el fundamento de todas las cosas, que diría John Locke.
No, la nuestra no es la historia de una crisis económica, sino el correlato de un modelo institucional desquiciado, analizado desde estas páginas en numerosas ocasiones, cuyo inexorable decaimiento se manifiesta en forma de  Zapateros, Rajoyes y Sorayas. Y ya en sus estertores finales, en Nicolases y Corinnas. Pronto, como  efecto de última ronda, nos regalará un nuevo franquito, esta vez con coleta. Dirán entonces que la verdadera democracia ha llegado. Pero esa oportunidad la perdimos hace tiempo. Exactamente hace 39 años. Lo que despunta en el horizonte es otra cosa. 
No habrá pues Cuento de Navidad de Charles Dickens, ni este año ni el que viene, porque, por más que la emoción pueda parecer la fuerza que mueve el mundo, al final lo que mandan son los números. Y las sociedades herméticas y maniatadas, incapacitadas para generar riqueza, no tirne escapatoria.
Sea como fuere, no hay que desesperar por más que el desencanto abunde entre las personas cabales. Al fin y al cabo, como decía el filósofo, “desencanto” es a la vez decepción y esperanza, abatimiento y rebeldía.
Tengan ustedes una la Feliz Navidad.
 
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