Se ha instalado en los sectores liberales de la sociedad
española, que, dicho sea de paso, son pequeñas tribus dispersas y heterogéneas,
la idea de que hace tiempo la línea que separaba las ideologías de izquierda y
derecha se ha difuminado en favor de lo que se ha venido en llamar “consenso
socialdemócrata”. Tal idea se sustenta en que todos los partidos, sean
progresistas o conservadores, han migrado sus disputas tradicionalmente
ideológicas hacia cuestiones mucho más finalistas, todas ellas basadas
fundamentalmente en modelos de gestión a los que, en todo caso, se les añade
algunos matices de orden moral meramente cosméticos. De esta forma, el debate político se limitaría a
contraponer modelos de planificación sustancialmente muy similares, donde el
Estado sería la piedra angular del orden social.
Dicho “consenso socialdemócrata”, que ha llevado incluso a
que los partidos emergentes se ubiquen más o menos a la izquierda del espectro
ideológico, nunca a la derecha y menos aún dentro de ese nicho secularmente
abandonado que es el sector liberal, adolece sin embargo de una concepción convencional que no
se ajusta del todo a la realidad, pues, en el fondo, el
llamado consenso
socialdemócrata parecería que se asienta sobre preceptos
ideológicos clásicos, cuando en realidad hace ya tiempo que estos fueron reemplazados
por otros meramente prácticos.
En efecto, en los partidos políticos actuales, los
viejos o los nuevos, el núcleo duro ideológico ha sido sustituido por un
peculiar pragmatismo, difuminándose los nexos de unión con las
ideologías clásicas, de tal forma que lo que hoy vertebra a todos ellos es la
idea de que el Estado ha de ser el gran motor del progreso, y que no solo ha de prevalecer por
encima de la sociedad, sino que debe tender a sustituirla.
Sin embargo, por más que
fuera en su día una forma de dulcificar el viejos socialismo y darle algún
atractivo en los años de vino y rosas del capitalismo, el concepto
“socialdemócrata” tiene pese a todo un claro sesgo ideológico. Por lo tanto,
ese otro concepto más amplio que es el “consenso socialdemócrata” tendría a su
vez unas connotaciones ideológicas que ya no se corresponden con la realidad. Y
es que si bien, de una u otra forma, los partidos actuales comparten la visión
de que el Estado ha de ser una colosal plataforma para las grandes
transferencias de rentas, la reglamentación del orden social y la prevalencia
del colectivismo por encima de los derechos individuales, no hay ninguna base
ideológica sino un interés meramente corporativo.
Por lo tanto, el “consenso
socialdemócrata” habría devenido en “consenso socialburócrata”; esto es, un
acuerdo entre los grandes agentes políticos y económicos para que el Estado,
con independencia de quien gobierne, sea el Gran administrador o, si se
prefiere, el Gran planificador social y, por ende, el gra expoliador. Así se
explicaría que el debate sobre política fiscal que tiene lugar en estos días se
esté abordando desde el punto de vista de la eficiencia, es decir, de cómo
recaudar más y mejor, y en ningún caso desde el punto de vista de si tal
extracción de rentas es lícita o pertinente. Y es que, aunque ésta pueda
proporcionar lo que en el argot estatista se ha dado en llamar “beneficios
sociales”, estaría atentando contra derechos individuales que deberían ser fundamentales
y que, desgraciadamente, no lo son. Prueba de ello es que, a partir de 60.000
euros de ingresos, se aplique el tipo máximo de tributación, que es el 47%, ¡prácticamente la
mitad de lo ganado!
Otros signos que
evidencian el fin de las ideologías tradicionales en favor de esa nueva
ideología gelatinosa que es el consenso socialburócrata es que, desde el
comienzo de la crisis, el número de personas que trabajan en el sector privado
haya descendido un 14,5%,
mientras que ha aumentado el 8.7% en
las administraciones públicas. En efecto, cada vez son más los que viven de la
Administración o, lo que viene a ser lo mismo, cuyas nóminas dependen de la
recaudación de impuestos. Y esta tendencia va en aumento. De hecho,todos los empleos destruidos entre enero
y marzo de 2015 pertenecían al sector privado, que ha
experimentado un retroceso de la ocupación de 143.500 personas (-0,98%),
mientras que el empleo en el sector público aumentó en este mismo periodo
en 29.200 personas (+1%).
Por si esto no fuera suficiente,
la diferencia salarial entre quienes trabajan en la Administración y quienes lo
hacen en el sector privado es del 31% en
favor de los primeros, siendo el salario medio anual en las Administraciones
Públicas de 25.900
eurosfrente a los 19.390
euros de la empresa privada. Dicho de otro modo, los funcionarios y empleados públicos
vienen a cobrar 6.500 euros más de media. Evidentemente, se
puede matizar que tal cosa se debe en parte a que en el sector privado muchos
trabajos son a tiempo parcial y, por lo tanto, su remuneración ha de ser por
fuerza sensiblemente menor. Sin embargo, este matiz lejos de modificar lo
sustancial pone de relive otro aspecto negativo: la precariedad del sector
privado.
Lamentablemente, es de
temer que el nuevo “consenso socialburócrata”, mutación inevitable del viejo
“consenso socialdemócrata”, se prolongue en el tiempo, pues si algo caracteriza no ya a las
viejas formaciones políticas, sino a las nuevas que aspiran a reemplazarlas es,
precisamente, que sus cuadros están integrados mayoritariamente por personas
que provienen del sector público en cualquiera de sus vertientes.
Y en todos ellos prevalece la visión del Estado como Gran planificador. Será
difícil, pues, que España experimente una verdadera transformación que nos aleje
definitivamente de la crisis. Muy al contrario, cada vez se hace más evidente
que dicha transformación solo podrá producirse por la vía de un shock.
Entretanto llega o no ese momento, y sea cual sea el resultado de las
diferentes citas electorales, estamos abocados a una pérdida cada vez mayor de
riqueza y, sobre todo de, libertad.
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