Guerras de sucesión: el 21-N del PSOE
José Antonio Zarzalejos.
Cuando mañana se conozcan los resultados de las elecciones, el PSOE iniciará el proceso de renovación de su liderazgo y seguramente lo hará con una derrota severísima a sus espaldas. No será un proceso interno ni calmado ni discreto. En la historia de los socialistas, los cambios en la secretaría general han sido traumáticos o muy discutidos. El que se avecina lo será de manera especial, porque si Rubalcaba pese a su previsible derrota -y derrota contundente- pretende optar a la secretaría general, se producirá una fuerte convulsión en el partido, ya que los miembros de la generación de Rodríguez Zapatero no están dispuestos al regreso a una forma encubierta de felipismo. De ahí que el presidente del Gobierno -el lunes ya en funciones- tenga la intención de convocar al Comité Federal del PSOE para que, a su vez, fije en enero o febrero la fecha del Congreso del partido.
Cuando Felipe González alcanzó en Suresnes la secretaría general del PSOE en 1974 (entonces era conocido por el alias de Isidoro) desbancando a su predecesor, Rodolfo Llopis (1895-1983), se produjo una escisión entre el PSOE histórico de Llopis (secretario general del partido desde 1944) y el PSOE renovado, comandado por González, Redondo -que cedió al sevillano el liderazgo- y Pablo Castellanos, entre otros. Ambas formaciones compitieron entre sí hasta que la Internacional Socialista en 1974 se inclinó por reconocer al PSOE renovado de Felipe González como único interlocutor. Todo el episodio fue verdaderamente traumático porque se enfrentaron los socialistas que habían sostenido el partido en el exterior, con los dirigentes del PSOE en España cuyo trabajo se había desarrollado en la clandestinidad. La herida cicatrizó, pero Llopis -ya en España- siguió siendo hasta 1983 un referente alternativo del PSOE, pese al larguísimo liderazgo de González que concluyó en 1997 (más de un cuarto de siglo en la secretaría general).
La cuestión consiste en saber, con o sin Rubalcaba, quiénes podrían aspirar al liderazgo socialista. El PSOE es, hoy por hoy, un partido de perdedores. Porque, insisto, la derrota previsible de mañana se sumaría a la del 22-M, que descabezó las baronías tradicionales de las que podría salir algún personaje con fuerza en la organización.
La elección de Joaquín Almunia en 1998 para sustituir a González fue discutidísima. El vasco la logró con sólo el 55% de los votos. Lo peor fue después: unas primarias para la candidatura a las elecciones del año 2000 -que finalmente ganó Aznar por mayoría absoluta- prefirieron a Josep Borrell sobre el secretario general, creándose por un tiempo una bicefalia como la actual. El escándalo de Ernesto Aguiary de Jose María Huguet, colaboradores de Borrell en su etapa de secretario del Estado de Hacienda, devolvió a Almunia la doble condición de secretario general y candidato a la presidencia del Gobierno. Después de hacer un pacto con Izquierda Unida -tremendo error de Almunia- el bilbaíno fue sonoramente derrotado, dejando las posiciones del PSOE muy disminuidas: un 34% del voto y sólo 125 diputados. Se marchó la misma noche electoral y sobrevino Rodríguez Zapatero que venció a José Bono en el XXXV Congreso del PSOE por sólo nueve votos, recibiendo de Manuel Chaves el mando de presidente del Comité Político transitorio que cubrió la ausencia del secretario general desde la dimisión fulminante de Almunia.
El PSOE es ahora un erial
Las sucesiones en el liderazgo del PSOE, en consecuencia, han sido auténticas guerras internas. Lo será también la sustitución del leonés, porque el partido está profundamente divido, claramente desnortado y registra una notable carencia de dirigentes relevantes. A diferencia del año 2000, el PSOE, por si fuera poco, se ha quedado sin poder territorial porque el 22-M le desalojó de varias comunidades (Castilla-La Mancha, Extremadura, Baleares, Aragón) manteniendo sólo el País Vasco -con la ayuda imprescindible del PP- y Andalucía, que hasta marzo no celebrará sus autonómicas. De tal manera que, salvo en 1974 en Suresnes, cuando se enfrentaron los históricos con los renovadores, nunca se han dado peores condiciones que las actuales para que el PSOE aborde su renovación y cambio de dirección.
Es muy posible que si Rubalcaba no supera mañana el 34% de los votos y los 125 escaños que obtuvieron Almunia y el PSOE, no tenga más opción que renunciar casi de inmediato a continuar en la carrera por la secretaría general del partido. Si supera esos modestos registros es posible que tenga suficientes apoyos que le impulsen a dar batalla. La cuestión consiste en saber, con o sin Rubalcaba, quiénes podrían aspirar al liderazgo socialista. El PSOE es, hoy por hoy, un partido de perdedores. Porque, insisto, la derrota previsible de mañana se sumaría a la del 22-M, que descabezó las baronías tradicionales de las que podría salir algún personaje con fuerza en la organización. Hoy por hoy, los derrotados Fernandez Vara o Barreda no son alternativas. Tampoco los jóvenes candidatos que no obtuvieron la victoria autonómica en mayo pasado en Castilla-León o Galicia, por no hablar de Rioja o Cantabria. El PSOE es un erial.
De ahí que, en una visión muy convencional, sólo Carme Chacón y Patxi López puedan perfilarse como candidatos a la secretaría general del PSOE. Ambos, sin embargo, aunque mantendrán mañana la delantera socialista en Cataluña y País Vasco, respectivamente, lo harán de manera muy precaria y con grandes pérdidas. Pero por edad y perfil, parecen los únicos dirigentes con verosímil futuro. Ninguno de los dos, pese a sus aparentes capacidades, ha demostrado carisma en el partido, de tal manera que, aunque alguno de ellos obtenga la secretaria general, el liderazgo -en todo caso disputadísimo- no ofrecería un porvenir sólido y esperanzador al PSOE. De ahí que la continuidad del PP de Rajoy en el Gobierno esté en función, no sólo de sus aciertos, sino también de la falta de consistencia de la necesaria renovación socialista.
El ensimismamiento que conlleva todo proceso interno de renovación, más aún cuando los mimbres para conformarlo son escasos y frágiles, hace prever que la travesía del desierto del PSOE sea larga y desgastante. Lo que podría permitir a Rajoy un largo tiempo de tranquilidad gubernamental, salvo que al PSOE le sustituyan en la oposición los sindicatos y los movimientos sociales de la izquierda.
No es descartable tampoco, como ocurrió en 2000, que surja una suerte de nuevo Zapatero, impulsado por las bases parlamentarias y partidarias del PSOE. Nadie contaba con el leonés en el XXXV Congreso del partido y, para sorpresa de todos, batió al indiscutible Bono, quien no entra ya en las quinielas al no haberse incorporados a ninguna lista electoral de las que mañana se eligen. Y con Hernández Mancha en el PP ya quedó acreditado que cualquier liderazgo que se intente fuera del Congreso de los Diputados, es perfectamente inútil. De tal forma que Bono no es una opción, como no lo son ya los viejos popes socialistas como Javier Solana. Por eso, la guerra de sucesión en el PSOE que se iniciará el 21-N aparezca como un previsible episodio controvertido, difícil y traumático, siguiendo así la tradición del partido en el que las transiciones de liderazgos han sido costosos, difíciles y, como en 1972, desestabilizadores. En buena medida, la dureza del proceso de recambio dependerá de la magnitud de la derrota que mañana registren los socialistas.
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