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martes, 20 de diciembre de 2011

La política como profesión y sus ventajas


Desde muy antiguo, la religión que se profesa, la comunidad o el territorio en que se vive,  el tipo de matrimonio que se realice y hasta la misma ocupación profesional son elementos que han servido para clasificar a los individuos por el conocido sistema de castas. Dicho sistema de castas, en la práctica, ha impuesto un orden basado prácticamente en la desigualdad étnica de las personas, donde se ha tenido en cuenta hasta el color de la piel, la pureza de la sangre y otras consideraciones sociológicas por el estilo. La aristocracia en Occidente, sobre todo la aristocracia colonial, debe su origen a la aplicación rigurosa de este sistema de castas.
En la lejana India y en todos aquellos países donde prendió el hinduismo, pasando a ser su religión hegemónica, se ha impuesto un sistema de castas, basado en factores heredados o de nacimiento de los individuos para clasificarlos socialmente. Según esta doctrina, que desde hace miles de años predica el hinduismo, no todos los seres humanos proceden de la misma parte del cuerpo del ser supremo al que denominan Brahma. Como pueden provenir de la boca de Brahma, de sus hombros, de las caderas o de los pies, tenemos cuatro varnas o castas básicas: los brahmanes, los chatrías, los vaishías y los shudrás. Cada varna o casta cuenta con sus propias reglas de vida, lo que se denomina senda del deber.
Los brahmanes o sacerdotes, al ser creados de la boca de Brahma, forman la casta más alta. Les siguen los  chatrías o guerreros creados a partir de los hombros del ser supremo. Detrás  vienen los vaishías o comerciantes y artesanos, salidos de las caderas de dicha divinidad. Y por último tenemos a los  shudrás o esclavos. Esta es la casta más baja por haber sido creados de los pies de Brahma. Este sistema de castas determina el estatus social de cada una de ellas, especificando claramente con quién se puede casar cada uno de ellos y hasta el trabajo que puede realizar. Como este es un orden sagrado, ningún mortal puede aspirar a pasar de una casta a otra en el trascurso de la vida. Para eso hay que morirse, y en una nueva reencarnación ya es posible entrar en otra casta.
En España, gracias a la tenaz labor de los políticos, hemos superado sobradamente tanto el sistema antiguo de castas occidental cómo el que ha impuesto en la India el hinduismo y hemos alumbrado una nueva casta, la casta política. Es cierto que nuestra Constitución, en su artículo 14, dictamina con meridiana claridad que “Los españoles son iguales ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social”. Pero el celo excesivo de los políticos por sus privilegios ha terminado prácticamente con esa igualdad defendida por la Constitución. Y en consecuencia, hay unos ciudadanos que son más iguales que otros y que, por lo tanto, disfrutan de ciertas prerrogativas vetadas a los ciudadanos de “a pie”.
Las ventajas de los políticos sobre los demás ciudadanos son escandalosamente notables. El ciudadano corriente, por ejemplo, tendrá que tributar por el total de los ingresos percibidos a lo largo de toda su vida laboral,  mientras que los políticos, que se sientan en el Congreso o en el Senado,  solamente lo hacen por dos tercios de su sueldo. Pero aún hay más detalles que marcan la diferencia entre los ciudadanos de primera y los de segunda. Mientras que los currantes que viven exclusivamente de su trabajo necesitan cotizar durante 35 largos años para poder cobrar la pensión máxima, los que han sido tocados por el hada madrina con el honroso encargo de representar o dirigir a los españoles, ya tienen derecho a esa pensión máxima solamente con dos legislaturas en el cargo o siete años de cotización o incluso menos.
Y no es esto todo. Los cargos institucionales, los parlamentarios, los ministros y hasta los secretarios de Estado pueden compatibilizar dos y hasta tres pensiones diferentes, con independencia del importe de las mismas. Los demás mortales, lo más normal es que no tengan derecho más que a una o, como mucho, a dos, siempre y cuando la suma de ambas no llegue a la cuantía máxima establecida. Los que se dedican profesionalmente a la política tienen además otras prebendas, por ejemplo la indemnización por cese en el cargo, sea este institucional o representativo. Indemnización que percibirán mensualmente y que equivale a una mensualidad por cada año de mandato parlamentario en las Cortes Generales, hasta un límite de 24 mensualidades.
Y si hablamos de los miembros del Gobierno, las canonjías son aún superiores. Cuando un ministro cesa en su cargo, no queda en la calle. Durante dos años cobrará una indemnización del 8O% del sueldo asignado al cargo de ministro. Indemnización que es perfectamente compatible con la remuneración que percibirá, si es que es diputado o senador. Tenemos un ejemplo muy claro en Pedro Solbes, que ilustra perfectamente estos extremos. Pedro Solbes estuvo simultaneando su pensión de ex ministro del Gobierno con las indemnizaciones que percibía, una por dejar  el escaño del Parlamento  Europeo y  otra por dejar el cargo de ex comisario europeo. Más sangrantes aún son los casos de María Teresa Fernández de la Vega y Bibiana Aído. Sin perder ninguno de sus otros derechos adquiridos, a la ex vicepresidenta primera del Gobierno  se la nombra consejera de Estado de por vida con un extraordinario sueldo y a Bibiana Aído se la premia con un puesto en la ONU, para el que se ha habilitado  una dotación presupuestaria sumamente jugosa, que sale de nuestros bolsillos.
Pero si vienen mal dadas, como es el caso, por culpa de la crisis brutal que padecemos, son siempre los más débiles los que sufren las consecuencias. Mientras que a los jubilados se les congelan las pensiones y a los trabajadores públicos se les recorta significativamente el sueldo, los emolumentos de los parlamentarios y de los cargos institucionales no sufren variación alguna. Mientras que la casta política, aumenta sus privilegios, la situación de los ciudadanos de “a pie” se deteriora progresivamente. Y de seguir así, acabaremos como los intocables en la India. Para el hinduismo, los dalits o intocables son de una clase tan baja que  no se les admite en el mundo de las castas tradicionales. Según la conocida doctrina hindú, los dalits o intocables ni siquiera pueden acceder a un trabajo normal. Para sobrevivir tienen que dedicarse exclusivamente a labores denigrantes que ni los  shudrás o esclavos  de la casta más baja quieren realizar. Lo normal es que se dediquen  a limpiar letrinas  y a recoger excrementos con sus propias manos.
Barrillos de Las Arrimadas, 5 de julio de 2011
José Luis Valladares Fernández Criterio Liberal. Diario de opinión Libre.
 
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