Desde muy antiguo, la religión que se profesa, la
comunidad o el territorio en que se vive, el tipo de matrimonio que se realice
y hasta la misma ocupación profesional son elementos que han servido para
clasificar a los individuos por el conocido sistema de castas. Dicho sistema de
castas, en la práctica, ha impuesto un orden basado prácticamente en la
desigualdad étnica de las personas, donde se ha tenido en cuenta hasta el color
de la piel, la pureza de la sangre y otras consideraciones sociológicas por el
estilo. La aristocracia en Occidente, sobre todo la aristocracia colonial, debe
su origen a la aplicación rigurosa de este sistema de castas.
En la lejana India y en todos aquellos países
donde prendió el hinduismo, pasando a ser su religión hegemónica, se ha impuesto
un sistema de castas, basado en factores heredados o de nacimiento de los
individuos para clasificarlos socialmente. Según esta doctrina, que desde hace
miles de años predica el hinduismo, no todos los seres humanos proceden de la
misma parte del cuerpo del ser supremo al que denominan Brahma. Como pueden
provenir de la boca de Brahma, de sus hombros, de las caderas o de los pies,
tenemos cuatro varnas o castas básicas: los brahmanes, los chatrías, los
vaishías y los shudrás. Cada varna o casta cuenta con sus propias reglas de
vida, lo que se denomina senda del deber.
Los brahmanes o sacerdotes, al ser creados de la
boca de Brahma, forman la casta más alta. Les siguen los chatrías o guerreros
creados a partir de los hombros del ser supremo. Detrás vienen los vaishías o
comerciantes y artesanos, salidos de las caderas de dicha divinidad. Y por
último tenemos a los shudrás o esclavos. Esta es la casta más baja por haber
sido creados de los pies de Brahma. Este sistema de castas determina el estatus
social de cada una de ellas, especificando claramente con quién se puede casar
cada uno de ellos y hasta el trabajo que puede realizar. Como este es un orden
sagrado, ningún mortal puede aspirar a pasar de una casta a otra en el trascurso
de la vida. Para eso hay que morirse, y en una nueva reencarnación ya es posible
entrar en otra casta.
En España, gracias a la tenaz labor de los
políticos, hemos superado sobradamente tanto el sistema antiguo de castas
occidental cómo el que ha impuesto en la India el hinduismo y hemos alumbrado
una nueva casta, la casta política. Es cierto que nuestra Constitución, en su
artículo 14, dictamina con meridiana claridad que “Los españoles son iguales
ante la Ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de
nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o
circunstancia personal o social”. Pero el celo excesivo de los políticos por sus
privilegios ha terminado prácticamente con esa igualdad defendida por la
Constitución. Y en consecuencia, hay unos ciudadanos que son más iguales que
otros y que, por lo tanto, disfrutan de ciertas prerrogativas vetadas a los
ciudadanos de “a pie”.
Las ventajas de los políticos sobre los demás
ciudadanos son escandalosamente notables. El ciudadano corriente, por ejemplo,
tendrá que tributar por el total de los ingresos percibidos a lo largo de toda
su vida laboral, mientras que los políticos, que se sientan en el Congreso o en
el Senado, solamente lo hacen por dos tercios de su sueldo. Pero aún hay más
detalles que marcan la diferencia entre los ciudadanos de primera y los de
segunda. Mientras que los currantes que viven exclusivamente de su trabajo
necesitan cotizar durante 35 largos años para poder cobrar la pensión máxima,
los que han sido tocados por el hada madrina con el honroso encargo de
representar o dirigir a los españoles, ya tienen derecho a esa pensión máxima
solamente con dos legislaturas en el cargo o siete años de cotización o incluso
menos.
Y no es esto todo. Los cargos institucionales,
los parlamentarios, los ministros y hasta los secretarios de Estado pueden
compatibilizar dos y hasta tres pensiones diferentes, con independencia del
importe de las mismas. Los demás mortales, lo más normal es que no tengan
derecho más que a una o, como mucho, a dos, siempre y cuando la suma de ambas no
llegue a la cuantía máxima establecida. Los que se dedican profesionalmente a la
política tienen además otras prebendas, por ejemplo la indemnización por cese en
el cargo, sea este institucional o representativo. Indemnización que percibirán
mensualmente y que equivale a una mensualidad por cada año de mandato
parlamentario en las Cortes Generales, hasta un límite de 24 mensualidades.
Y si hablamos de los miembros del Gobierno, las
canonjías son aún superiores. Cuando un ministro cesa en su cargo, no queda en
la calle. Durante dos años cobrará una indemnización del 8O% del sueldo asignado
al cargo de ministro. Indemnización que es perfectamente compatible con la
remuneración que percibirá, si es que es diputado o senador. Tenemos un ejemplo
muy claro en Pedro Solbes, que ilustra perfectamente estos extremos. Pedro
Solbes estuvo simultaneando su pensión de ex ministro del Gobierno con las
indemnizaciones que percibía, una por dejar el escaño del Parlamento Europeo
y otra por dejar el cargo de ex comisario europeo. Más sangrantes aún son los
casos de María Teresa Fernández de la Vega y Bibiana Aído. Sin perder ninguno de
sus otros derechos adquiridos, a la ex vicepresidenta primera del Gobierno se
la nombra consejera de Estado de por vida con un extraordinario sueldo y a
Bibiana Aído se la premia con un puesto en la ONU, para el que se ha habilitado
una dotación presupuestaria sumamente jugosa, que sale de nuestros
bolsillos.
Pero si vienen mal dadas, como es el caso, por
culpa de la crisis brutal que padecemos, son siempre los más débiles los que
sufren las consecuencias. Mientras que a los jubilados se les congelan las
pensiones y a los trabajadores públicos se les recorta significativamente el
sueldo, los emolumentos de los parlamentarios y de los cargos institucionales no
sufren variación alguna. Mientras que la casta política, aumenta sus
privilegios, la situación de los ciudadanos de “a pie” se
deteriora progresivamente. Y de seguir así, acabaremos como los intocables en la
India. Para el hinduismo, los dalits o intocables son de una clase tan baja que
no se les admite en el mundo de las castas tradicionales. Según la conocida
doctrina hindú, los dalits o intocables ni siquiera pueden acceder a un trabajo
normal. Para sobrevivir tienen que dedicarse exclusivamente a labores
denigrantes que ni los shudrás o esclavos de la casta más baja quieren
realizar. Lo normal es que se dediquen a limpiar letrinas y a recoger
excrementos con sus propias manos.
Barrillos de Las Arrimadas, 5 de julio de 2011José Luis Valladares Fernández Criterio Liberal. Diario de opinión Libre.
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