El primer debate tras la investidura de Mariano Rajoy como Presidente del
Gobierno ha sido decepcionante. Sólo se escucharon –con puntualísimas
excepciones- palabras huecas repetidas, tópicos defensivos u ofensivos y
acusaciones sobre la responsabilidad que cada cual tiene que asumir por haber
llegado a esta situación. La reflexión sobre la dramática situación política por
la que atraviesa nuestro país brilló por su ausencia. Picoteamos sobre las
medidas puntuales sin hacer un diagnóstico completo antes de seguir tomando
decisiones coyunturales que, aunque fueran acertadas, lo único que conseguirán
es retrasar el hundimiento de la nave que en este caso se llama España.
Creo que ha llegado la hora de la verdad y que hemos de dejar de soñar con
que saldremos de esta crisis haciendo lo mismo que hacen los países de nuestro
entorno. Nuestro hecho diferencial no es sólo que España tenga un modelo
económico ineficiente; o un modelo de relaciones laborales largamente fracasado;
o un sistema financiero tan vinculado al poder político que ha pervertido su
objeto social hasta convertirse en mero receptor de créditos públicos. Nuestro
hecho diferencial es que España tiene una estructura política y territorial que
la ha convertido en un Estado inviable en lo político e insostenible en lo
económico. Mientras no nos enfrentemos a ese problema seguiremos hundiéndonos
sin remedio.
Me atrevería a decir que a estas alturas apenas nadie duda de la necesidad de
reformar el modelo territorial del Estado. El diseño que se hizo al elaborar la
Constitución del 78 ha fracasado. Es probable que cuando se redactó el titulo
octavo de la Constitución se llegara todo lo lejos que aquel momento se podía y
que definir con mayor claridad los techos competenciales definitivos de cada una
de las administraciones públicas y cerrar el modelo fuera considerado imposible
o innecesario. No es seguro que este modelo, así de abierto e indefinido,
estuviera condenado a fracasar, porque la elasticidad e indefinición puede
funcionar siempre que impere la corresponsabilidad política y prime el sentido
de Estado. Pero en España, salvo en los primeros momentos de nuestra democracia,
no ha existido ni lo uno ni lo otro. Las pulsiones territoriales –de los
nacionalistas primero y de las baronías de los partidos nacionales después-
junto con la falta de valor de los sucesivos gobiernos de España para
salvaguardar el interés general aplicando aquellos artículos de la Constitución
que le confieren esa competencia por encima incluso de las atribuidas a las
Comunidades Autónomas como inclusivas han provocado el fracaso del modelo
territorial diseñado en la Constitución del 78.
La pregunta es: si sabemos que el problema está en la estructura del barco
¿por qué nos autoengañamos y seguimos navegando, pensando que evitaremos el
hundimiento tirando parte de la carga por la borda?. No hay ya carga que tirar
para salvar la nave, salvo que tiremos a la tripulación y al pasaje. Y si los
tiramos el barco también se hundirá, aunque nadie sobreviva para verlo. Las
medidas para aligerar la carga sólo tienen sentido si a la vez nos ponemos a
reformar los problemas de la estructura de la nave. Además hay que mirar bien
qué es lo que se tira por la borda, no vaya a ser que lo primero de lo que
prescindamos sea aquello que más necesitamos para sobrevivir. O sea, no hay que
tirar los víveres o desembarcar a los mecánicos mientras se mantienen a bordo
los diecisiete pianos de cola -no se debe seguir adelgazando el ya residual
Estado y sangrando la exigua capacidad de ahorro de los ciudadanos- ; no se
puede convertir el puente de mando en una asamblea deliberante en la que hay dos
oficiales que ni siquiera son llamados al esfuerzo colectivo sólo por el hecho
de que consiguieran el primer día camarotes de primera –no se puede excluir de
las medidas fiscales a las CCAA que tienen más renta per capita, consagrando el
principio de desigualdad e incrementando la ruptura de la unidad de mercado y de
la cohesión-. Los trabajos de aligeramiento de la carga sólo serán útiles si
sirven para ganar tiempo mientras se acomete la reforma de la estructura del
barco para que éste desplace más agua de lo que pesa y sea capaz de navegar con
seguridad y buen ritmo hasta el puerto de destino.
Se nos acaba el tiempo. El modelo autonómico español, tal y como ha venido
desarrollándose, no da más de sí. Las leyes no son inmutables -tampoco la
Constitución lo es- y hay que revisarlas a la luz de sus consecuencias. No vamos
a ser prisioneros de nuestra breve historia democrática ni vamos a dar por
consagrado ningún derecho por muy histórico que se defina en nuestra propia
Carta Magna. El Constituyente hizo lo que en su día creyó que era lo mejor para
ahormar las singularidades territoriales y las diversidades ideológicas de una
España que venía de una guerra entre hermanos y de una larga dictadura. Todos
supimos desde el primer momento que era una anomalía reconocer derechos
territoriales en una Constitución democrática en la que los únicos que son
titulares de derechos son los ciudadanos; se hizo porque se pensó que era la
manera de “constitucionalizar” al nacionalismo y porque se creyó que eso no iba
a producir graves consecuencias en la ruptura de la cohesión y de la igualdad
entre españoles. El sistema tenía un riesgo que podía haberse sorteado si
hubiera existido corresponsabilidad y sentido de Estado; pero la insaciabilidad
de los nacionalismos y los complejos de los partidos nacionales que
alternativamente han gobernado España nos han llevado a una situación que es
insostenible.
Ya no quedan más parches que poner. Hay que revisar el Título Octavo de la
Constitución y reformar el modelo de Estado. Hay varios modelos que podemos
elegir; nuestra propuesta es un modelo federal cooperativo, con una amplia
descentralización política y un gobierno central que tenga en su mano los
instrumentos para garantizar la igualdad de los ciudadanos en su acceso a los
servicios esenciales y la cohesión del país. Pero elijamos el que elijamos, no
hay que olvidar que el modelo territorial no es más que un instrumento al
servicio de un objetivo: un modelo de país justo, viable y sostenible.
Es preciso definir exactamente cuáles son competencias exclusivas e
indelegables del Estado, y cuáles son las exclusivas de cada una de las
administraciones. El modelo territorial no puede mantenerse por más tiempo sin
un horizonte definido; este no modelo español, permanentemente abierto
–competencias exclusivas, delegables y compartidas entre administraciones,- se
ha ido concretando en función de las distintas pulsiones territoriales o de las
necesidades políticas o parlamentarias de cada momento. Y eso nos ha llevado a
este disparate: la convivencia de un Estado cuasi federal, cuasi confederal,
cuasi centralista, con un Gobierno central que ejerce un poder residual en
muchas cuestiones fundamentales –como la educación, la sanidad o la unidad de
mercado- y resulta incapaz de garantizar la equidad entre ciudadanos y la
cohesión y la competitividad del país.
Esto no da más de sí. No podemos mirar para otra parte por dificultoso que
resulte coger a este toro por los cuernos y afrontar con todo realismo la cruda
realidad. No saldremos de la crisis económica y social si no nos enfrentamos con
la crisis política, que está en las instituciones. No tenemos derecho a no hacer
nada escudándonos en lo dificultoso del trámite, en los riesgos que corremos al
emprender este camino de reformas imprescindibles. Se levantarán en contra las
voces de todos aquellos que se benefician del establishment, de que no cambie
nada; pero no hemos de interrogarnos sobre lo que podemos perder; hemos de
preguntarnos sobre lo que perderemos si no hacemos nada. Seamos generosos y
valientes; tengamos esa ambición de país que caracteriza al buen político:
pasión por la causa, sentido de responsabilidad y mesura. Y pensemos también en
nuestros hijos: no podemos dejarles como herencia este desbarajuste de país.
Si no nos arriesgamos a ganar ya habremos perdido. Hagámoslo también en
memoria de nuestros mayores. Hagámoslo, porque nos importa España.
Rosa Díez.
Diputada Nacional y Portavoz de Unión Progreso y Democracia
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