«En nombre de esa ficción que apela tanto al
interés colectivo, al derecho colectivo como a la voluntad y a la libertad
colectivas, los absolutistas jacobinos, los revolucionarios de la escuela de J.
J. Rousseau y de Robespierre, proclaman la teoría amenazadora e inhumana del
derecho absoluto del Estado, mientras que los absolutistas monárquicos la
apoyan, con mucha mayor consecuencia lógica, en la gracia de dios. Los
doctrinarios liberales, al menos aquellos que toman las teorías liberales en
serio, parten del principio de la libertad individual, se colocan primeramente,
se sabe, como adversarios de la del Estado. Son ellos los primeros que dijeron
que el gobierno –es decir, el cuerpo de funcionarios organizado de una manera o
de otra, y encargado especialmente de ejercer la acción, el Estado– es un mal
necesario, y que toda la civilización consistió en esto, en disminuir cada vez
más sus atributos y sus derechos. Sin embargo, vemos que en la práctica, siempre
que ha sido puesta seriamente en tela de juicio la existencia del Estado, los
liberales doctrinarios se mostraron partidarios del derecho absoluto del Estado,
no menos fanáticos que los absolutistas monárquicos y jacobinos.
Su culto
incondicional del Estado, en apariencia al menos tan completamente opuesto a sus
máximas liberales, se explica de dos maneras: primero prácticamente, por los
intereses de su clase, pues la inmensa mayoría de los liberales doctrinarios
pertenecen a la burguesía. Esa clase tan numerosa y tan respetable no exigiría
nada mejor que se le concediese el derecho o, más bien, el privilegio de la más
completa anarquía; toda su economía social, la base real de su existencia
política, no tiene otra ley, como es sabido, que esa anarquía expresada en estas
palabras tan célebres: “Laissez faire et laissez passer”. Pero no quiere esa
anarquía más que para sí misma y sólo a condición de que las masas, “demasiado
ignorantes para disfrutarla sin abusar”, queden sometidas a la más severa
disciplina del Estado. Porque si las masas, cansadas de trabajar para otros, se
insurreccionasen, toda la existencia política y social de la burguesía se
derrumbaría.
Vemos también en todas partes y siempre que, cuando la masa
de los trabajadores se mueve, los liberales burgueses más exaltados se vuelven
inmediatamente partidarios tenaces de la omnipotencia del Estado. Y como la
agitación de las masas populares se hace de día en día un mal creciente y
crónico, vemos a los burgueses liberales, aun en los países más libres,
convertirse más y más al culto del poder absoluto».
Dios y el Estado
(1882)
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