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viernes, 7 de septiembre de 2012

Mejor estarían callados



La política de tierra quemada, practicada insensatamente por José Luis Rodríguez Zapatero y su Gobierno, sumió a España en la miseria más estricta. Y Alfredo Pérez Rubalcaba, el actual secretario general del partido socialista, es uno de los máximos responsables de que hayamos llegado a esta situación tan desesperada. Con despotricar incesantemente contra todo lo que dice y hace Mariano Rajoy, no se resuelve el problema que contribuyó a crear desde su posición de todopoderoso vicepresidente de aquel Gobierno de ineptos.
Aunque ahora se haga el sueco, Rubalcaba es responsable directo del descabellado derroche de dinero público y de la mala gestión de la crisis, lo que fue determinante para el hundimiento económico de España, dejándola prácticamente al borde mismo de la quiebra más absoluta. La situación económica dejada por el Gobierno de Zapatero fue tan extremadamente caótica que, sin medidas extraordinarias, no habría modo de solventarla. El déficit de 90.000 millones de euros y la deuda pública rondando nada menos que el billón de euros, es un lastre poco menos que insalvable para una economía tan poco competitiva como la nuestra.
El panorama que nos dejó el PSOE cuando abandonó el Gobierno, fue de lo más catastrófico y desolador que se pueda imaginar. En vista de esto, si los responsables de ese partido tuvieran un mínimo de decoro y de decencia política, se callarían como muertos y se abstendrían de criticar tan ácidamente las actuaciones acertadas o erróneas del nuevo Gobierno. Y el menos indicado para levantar la voz es precisamente Alfredo Pérez Rubalcaba. Porque es evidente que es sumamente fácil hundir a un país en la ruina más absoluta. Lo verdaderamente difícil y complicado es sacarnos de esa situación tan angustiosa.
El incombustible ex vicepresidente está totalmente inhabilitado para levantar la voz, primero, por su responsabilidad directa en las decisiones adoptadas por el Gobierno de Zapatero y que fueron determinantes para meternos de lleno en la debacle económica que padecemos. También debe callarse, cómo no, por haber formado parte de los Gobiernos de Felipe González que, entre otras cosas, contribuyeron delictivamente a la proliferación  de empresas tapadera para autofinanciar ilegalmente al partido, como Filesa, Malesa y Time Sport. Los responsables de aquellos Gobiernos cesaristas, se las daban de proletarios que sintonizaban perfectamente con los descamisados, pero se transmutaron rápidamente en la flor y nata de la beautiful people de entonces. Y además de endeudarnos hasta las cejas, abusaron desmedidamente de los fondos reservados y, lo que es aún peor, practicaron profusamente el terrorismo de Estado con los GAL, cuya existencia negó una y otra vez Rubalcaba. Se le ha visto demasiado el plumero.
Aunque no sea nada más que por vergüenza torera, Alfredo Pérez Rubalcaba, después de haber entonado un sincero mea culpa, debiera haberse ido a su casa a expiar en silencio sus muchos pecados políticos. Y ya que no lo hizo a su debido tiempo, que se calle ahora la boca, y que se entere de una vez que las más chapuzas más gigantescas son las suyas. Es cierto que Mariano Rajoy no ha estado, quizás, a la altura de las circunstancias y ha defraudado ampliamente a muchísimos de sus votantes, entre los que hay un buen número de afiliados al Partido Popular. Pero hay que reconocer, sin embargo, que estamos en una situación económica tan sumamente complicada que, a la vista está, es poco menos que insuperable, especialmente si nos empeñamos en mantener intacto el Estado megalómano y faraónico de las autonomías que nos hemos dado.
El problema que nos acucia es extremadamente grave y muy difícil de alambrar y, además, no admite ni esperas ni dilaciones. Así que  Rajoy no va a tener más remedio que mojarse y actuar a la mayor brevedad posible. Aunque sea éste su método preferido, no podrá guardar este problema en un cajón y esperar a que se solucione solo. Y es que en España tenemos ya el mayor índice de pobreza de toda la Unión Europea. Hay ya más de 11 millones de españoles viviendo por debajo del umbral de la pobreza. Somos incluso más pobres que Grecia y Portugal. También somos el país de la Europa comunitaria que soportamos la mayor tasa de desempleo, superando ampliamente a Grecia y, sobre todo, a Portugal. En cuanto a déficit público, solamente nos ganan Grecia e Irlanda. A los demás países les ganamos por goleada. Por el contrario, con la única excepción de Bélgica, Dinamarca y Suecia, somos los que más impuestos pagamos.
Pero al revés que en Bélgica, en Dinamarca y en Suecia, los impuestos de los españoles apenas si llegan para proteger  y consolidar el estado de bienestar y para reducir nuestro abultado déficit. Se gastan casi todos para mantener intacta la sobredimensionada estructura autonómica para disponer  del mayor número posible de comederos abiertos para la casta política.  El mantenimiento de una Administración de semejantes características exige ingentes cantidades de dinero, bastante más del que podamos recaudar. Así que necesitamos urgentemente, y de manera continuada, de la financiación extranjera. Pero los inversores de fuera no se fían de nosotros. Nos creen insolventes y, por consiguiente, son tremendamente reacios a prestarnos su dinero.
Los inversores foráneos y nuestros socios europeos comenzaron a dudar de nuestra seriedad y solvencia con las necedades y los despropósitos de José Luis Rodríguez Zapatero y continúan haciéndolo porque ven que Mariano Rajoy contemporiza demasiado y es tremendamente reacio a simplificar y racionalizar nuestro sistema autonómico. Contribuyen también a ahondar considerablemente esa desconfianza, los caprichos y las salidas de tono  –por no decir algo más fuerte-  de alguno de los  virreyes circunstanciales, que aspiran a disgregar, aún más, las regiones españolas. Y es que la dimensión de la Administración española es excesiva y está tan repleta de cargos públicos que contribuyen desgraciadamente a que ésta sea mucho más complicada y, en consecuencia, bastante menos  operativa.
El Gobierno de Mariano Rajoy piensa que se resuelve nuestro problema económico, mejorando simplemente la gestión de las autonomías y suprimiendo alguna de las duplicidades más llamativas. Y así no se soluciona nada, ya que el problema de la Administración es estructural. La existencia de 17 legislaciones diferentes rompe, por supuesto, la unidad de mercado y entorpece manifiestamente la recuperación económica y la creación de puestos de trabajo.  Pero esto no es todo. El dinero que nos cuestan las autonomías sobrepasa los 86.000 millones de euros al año, que salen de nuestros esquilmados bolsillos en forma de impuestos.
Aunque el tamaño del Estado español es relativamente pequeño, se procedió absurdamente a su disgregación, creando otras estructuras administrativas más pequeñas, que se encargan  de gobernar cada una en su región. Buscando su operatividad, se traspasa a estas nuevas entidades autonómicas competencias que, hasta ahora, gestionaba exclusivamente el Estado, y con las competencias, el personal correspondiente, 821.357 empleados. Pero a partir de entonces, los operarios de las autonomías comenzaron a crecer exponencialmente, y muy pronto contaban ya con 1.740.000 empleados, nada menos que 920.000 trabajadores más para hacer lo mismo que hacían los 821.357 empleados transferidos inicialmente.
Esto indica que, de esos 920.000 asalariados, una inmensa mayoría al menos son lisa y llanamente personal enchufado en fundaciones, agencias y empresas públicas, creadas ex profeso  por las autonomías y ayuntamientos precisamente para eso, para colocar a dedo a los familiares, a los amigos más cercanos y, cómo no, para facilitar la  comisión de los tradicionales enjuagues y chanchullos. En vista de esto, Mariano Rajoy y los responsables políticos de los demás partidos no quieren ni oír hablar de la supresión de las autonomías, porque sería tanto como dejar a la casta política sin su  juguete más preciado y a muchos de sus amigos en el paro.
Para mantener el tipo ante nuestros socios europeos, u obligado por ellos, Zapatero comenzó  a exprimir a los paganos de siempre, a los más débiles,  hasta dejarlos totalmente exhaustos. Siguió, eso sí, con sus desorbitados gastos, pero congeló las pensiones,  redujo el salario a los trabajadores públicos y, para colmo de males, nos subió el IVA. Y todo esto, sin tomar una sola medida que pudiera reactivar la economía y favorecer la creación de empleo.
Con la llegada de Mariano Rajoy cambian muy pocas cosas ya que practica una política claramente continuista. Recorta algunos gastos superfluos, eso sí, pero mantiene intactos los gastos de administración. Como los ingresos normales no dan para tanto, imita a Zapatero, recurriendo tranquilamente al expolio de los que más lo necesitan, aumentando considerablemente la fiscalidad.  No sabemos si fue una decisión personal de Rajoy o una imposición de  Bruselas; el caso es que nos subió el IRPF, subió también el IVA y hasta se atrevió a dejar a los funcionarios sin la paga extraordinaria de Navidad. Y para colmo de males, como ya es tradicional en la derecha, falla aquí la comunicación, lo que da lugar a que los ciudadanos sigan con la sensación de que el Gobierno se limita a parchear torpemente la situación para cubrir el obligado expediente.
No cabe duda Mariano Rajoy se equivocó de estrategia en la campaña electoral del pasado 20 de noviembre. Al parecer, la totalidad de ciudadanos, que seguían con  preocupación los vaivenes de nuestra tambaleante economía, sabían perfectamente  que las afirmaciones del equipo económico del Gobierno de Zapatero no eran más que solemnes bravatas. Estaban todos plenamente convencidos de que, cuando salieran del Gobierno, España quedaría sumida prácticamente en la quiebra y sometida a los caprichos de Bruselas.
Pero Mariano Rajoy, según parece, se fio, se dejó engañar lamentablemente por las fanfarronadas de Elena Salgado, al frente entonces del Ministerio de Economía. De otro modo, no hubiera hecho las promesas que hizo en la campaña electoral, porque sería tanto como prometer algo que sabe no va a poder cumplir. Y esto sería algo imperdonable en alguien que aspira a dirigir los destinos de todos los españoles. De todos modos, Rajoy cometió un fallo inexcusable al hacer esas promesas, a pesar de los indicios claros del hundimiento total de nuestra economía. Prometió alegremente reducir algunos impuestos, o al menos no subirlos, a lo que no habría nada que objetar en unas circunstancias normales. Pero esas mismas promesas son realmente infumables cuando, como es el caso, se hacen en una situación manifiesta de quiebra. Toda una inconcebible y disparatada metedura de pata.
Excusarse  con la herencia recibida, a estas alturas,  resulta totalmente absurdo. Mariano Rajoy tenía que saber, o al menos sospechar, la situación real de nuestra economía.  Debió prometer sangre sudor y lágrimas de todos los colectivos, incluidos los de la casta política. El desprestigio del zapaterismo era de tal envergadura, que hubiera ganado igualmente las elecciones y, ahora, no se encontraría con esa contestación tan generalizada.
Barrillos de Las Arrimadas, 29 de agosto de 2012
José Luis Valladares Fernández
Criterio Liberal. Diario de opinión Libre.
 
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