La política de tierra quemada, practicada
insensatamente por José Luis Rodríguez Zapatero y su Gobierno, sumió a España en
la miseria más estricta. Y Alfredo Pérez Rubalcaba, el actual secretario general
del partido socialista, es uno de los máximos responsables de que hayamos
llegado a esta situación tan desesperada. Con despotricar incesantemente contra
todo lo que dice y hace Mariano Rajoy, no se resuelve el problema que contribuyó
a crear desde su posición de todopoderoso vicepresidente de aquel Gobierno de
ineptos.
Aunque ahora se haga el sueco, Rubalcaba es
responsable directo del descabellado derroche de dinero público y de la mala
gestión de la crisis, lo que fue determinante para el hundimiento económico de
España, dejándola prácticamente al borde mismo de la quiebra más absoluta. La
situación económica dejada por el Gobierno de Zapatero fue tan extremadamente
caótica que, sin medidas extraordinarias, no habría modo de solventarla. El
déficit de 90.000 millones de euros y la deuda pública rondando nada menos que
el billón de euros, es un lastre poco menos que insalvable para una economía tan
poco competitiva como la nuestra.
El panorama que nos dejó el PSOE cuando abandonó
el Gobierno, fue de lo más catastrófico y desolador que se pueda imaginar. En
vista de esto, si los responsables de ese partido tuvieran un mínimo de decoro y
de decencia política, se callarían como muertos y se abstendrían de criticar tan
ácidamente las actuaciones acertadas o erróneas del nuevo Gobierno. Y el menos
indicado para levantar la voz es precisamente Alfredo Pérez Rubalcaba. Porque es
evidente que es sumamente fácil hundir a un país en la ruina más absoluta. Lo
verdaderamente difícil y complicado es sacarnos de esa situación tan
angustiosa.
El incombustible ex vicepresidente está
totalmente inhabilitado para levantar la voz, primero, por su responsabilidad
directa en las decisiones adoptadas por el Gobierno de Zapatero y que fueron
determinantes para meternos de lleno en la debacle económica que padecemos.
También debe callarse, cómo no, por haber formado parte de los Gobiernos de
Felipe González que, entre otras cosas, contribuyeron delictivamente a la
proliferación de empresas tapadera para autofinanciar ilegalmente al partido,
como Filesa, Malesa y Time
Sport. Los responsables de aquellos Gobiernos cesaristas, se las daban
de proletarios que sintonizaban perfectamente con los
descamisados, pero se transmutaron rápidamente en la flor y nata de la
beautiful people de entonces. Y además de endeudarnos hasta las
cejas, abusaron desmedidamente de los fondos reservados y, lo que es aún peor,
practicaron profusamente el terrorismo de Estado con los GAL, cuya existencia
negó una y otra vez Rubalcaba. Se le ha visto demasiado el plumero.
Aunque no sea nada más que por vergüenza torera,
Alfredo Pérez Rubalcaba, después de haber entonado un sincero mea culpa,
debiera haberse ido a su casa a expiar en silencio sus muchos pecados
políticos. Y ya que no lo hizo a su debido tiempo, que se calle ahora la boca, y
que se entere de una vez que las más chapuzas más gigantescas son las suyas. Es
cierto que Mariano Rajoy no ha estado, quizás, a la altura de las circunstancias
y ha defraudado ampliamente a muchísimos de sus votantes, entre los que hay un
buen número de afiliados al Partido Popular. Pero hay que reconocer, sin
embargo, que estamos en una situación económica tan sumamente complicada que, a
la vista está, es poco menos que insuperable, especialmente si nos empeñamos en
mantener intacto el Estado megalómano y faraónico de las autonomías que nos
hemos dado.
El problema que nos acucia es extremadamente
grave y muy difícil de alambrar y, además, no admite ni esperas ni dilaciones.
Así que Rajoy no va a tener más remedio que mojarse y actuar a la mayor
brevedad posible. Aunque sea éste su método preferido, no podrá guardar este
problema en un cajón y esperar a que se solucione solo. Y es que en España
tenemos ya el mayor índice de pobreza de toda la Unión Europea. Hay ya más de 11
millones de españoles viviendo por debajo del umbral de la pobreza. Somos
incluso más pobres que Grecia y Portugal. También somos el país de la Europa
comunitaria que soportamos la mayor tasa de desempleo, superando ampliamente a
Grecia y, sobre todo, a Portugal. En cuanto a déficit público, solamente nos
ganan Grecia e Irlanda. A los demás países les ganamos por goleada. Por el
contrario, con la única excepción de Bélgica, Dinamarca y Suecia, somos los que
más impuestos pagamos.
Pero al revés que en Bélgica, en Dinamarca y en
Suecia, los impuestos de los españoles apenas si llegan para proteger y
consolidar el estado de bienestar y para reducir nuestro abultado déficit. Se
gastan casi todos para mantener intacta la sobredimensionada estructura
autonómica para disponer del mayor número posible de comederos abiertos para la
casta política. El mantenimiento de una Administración de semejantes
características exige ingentes cantidades de dinero, bastante más del que
podamos recaudar. Así que necesitamos urgentemente, y de manera continuada, de
la financiación extranjera. Pero los inversores de fuera no se fían de nosotros.
Nos creen insolventes y, por consiguiente, son tremendamente reacios a
prestarnos su dinero.
Los inversores foráneos y nuestros socios
europeos comenzaron a dudar de nuestra seriedad y solvencia con las necedades y
los despropósitos de José Luis Rodríguez Zapatero y continúan haciéndolo porque
ven que Mariano Rajoy contemporiza demasiado y es tremendamente reacio a
simplificar y racionalizar nuestro sistema autonómico. Contribuyen también a
ahondar considerablemente esa desconfianza, los caprichos y las salidas de tono
–por no decir algo más fuerte- de alguno de los virreyes circunstanciales, que
aspiran a disgregar, aún más, las regiones españolas. Y es que la dimensión de
la Administración española es excesiva y está tan repleta de cargos públicos que
contribuyen desgraciadamente a que ésta sea mucho más complicada y, en
consecuencia, bastante menos operativa.
El Gobierno de Mariano Rajoy piensa que se
resuelve nuestro problema económico, mejorando simplemente la gestión de las
autonomías y suprimiendo alguna de las duplicidades más llamativas. Y así no se
soluciona nada, ya que el problema de la Administración es estructural. La
existencia de 17 legislaciones diferentes rompe, por supuesto, la unidad de
mercado y entorpece manifiestamente la recuperación económica y la creación de
puestos de trabajo. Pero esto no es todo. El dinero que nos cuestan las
autonomías sobrepasa los 86.000 millones de euros al año, que salen de nuestros
esquilmados bolsillos en forma de impuestos.
Aunque el tamaño del Estado español es
relativamente pequeño, se procedió absurdamente a su disgregación, creando otras
estructuras administrativas más pequeñas, que se encargan de gobernar cada una
en su región. Buscando su operatividad, se traspasa a estas nuevas entidades
autonómicas competencias que, hasta ahora, gestionaba exclusivamente el Estado,
y con las competencias, el personal correspondiente, 821.357 empleados. Pero a
partir de entonces, los operarios de las autonomías comenzaron a crecer
exponencialmente, y muy pronto contaban ya con 1.740.000 empleados, nada menos
que 920.000 trabajadores más para hacer lo mismo que hacían los 821.357
empleados transferidos inicialmente.
Esto indica que, de esos 920.000 asalariados, una
inmensa mayoría al menos son lisa y llanamente personal enchufado en
fundaciones, agencias y empresas públicas, creadas ex profeso por las
autonomías y ayuntamientos precisamente para eso, para colocar a dedo a los
familiares, a los amigos más cercanos y, cómo no, para facilitar la comisión de
los tradicionales enjuagues y chanchullos. En vista de esto, Mariano Rajoy y los
responsables políticos de los demás partidos no quieren ni oír hablar de la
supresión de las autonomías, porque sería tanto como dejar a la casta política
sin su juguete más preciado y a muchos de sus amigos en el paro.
Para mantener el tipo ante nuestros socios
europeos, u obligado por ellos, Zapatero comenzó a exprimir a los paganos de
siempre, a los más débiles, hasta dejarlos totalmente exhaustos. Siguió, eso
sí, con sus desorbitados gastos, pero congeló las pensiones, redujo el salario
a los trabajadores públicos y, para colmo de males, nos subió el IVA. Y todo
esto, sin tomar una sola medida que pudiera reactivar la economía y favorecer la
creación de empleo.
Con la llegada de Mariano Rajoy cambian muy pocas
cosas ya que practica una política claramente continuista. Recorta algunos
gastos superfluos, eso sí, pero mantiene intactos los gastos de administración.
Como los ingresos normales no dan para tanto, imita a Zapatero, recurriendo
tranquilamente al expolio de los que más lo necesitan, aumentando
considerablemente la fiscalidad. No sabemos si fue una decisión personal de
Rajoy o una imposición de Bruselas; el caso es que nos subió el IRPF, subió
también el IVA y hasta se atrevió a dejar a los funcionarios sin la paga
extraordinaria de Navidad. Y para colmo de males, como ya es tradicional en la
derecha, falla aquí la comunicación, lo que da lugar a que los ciudadanos sigan
con la sensación de que el Gobierno se limita a parchear torpemente la situación
para cubrir el obligado expediente.
No cabe duda Mariano Rajoy se equivocó de
estrategia en la campaña electoral del pasado 20 de noviembre. Al parecer, la
totalidad de ciudadanos, que seguían con preocupación los vaivenes de nuestra
tambaleante economía, sabían perfectamente que las afirmaciones del equipo
económico del Gobierno de Zapatero no eran más que solemnes bravatas. Estaban
todos plenamente convencidos de que, cuando salieran del Gobierno, España
quedaría sumida prácticamente en la quiebra y sometida a los caprichos de
Bruselas.
Pero Mariano Rajoy, según parece, se fio, se dejó
engañar lamentablemente por las fanfarronadas de Elena Salgado, al frente
entonces del Ministerio de Economía. De otro modo, no hubiera hecho las promesas
que hizo en la campaña electoral, porque sería tanto como prometer algo que sabe
no va a poder cumplir. Y esto sería algo imperdonable en alguien que aspira a
dirigir los destinos de todos los españoles. De todos modos, Rajoy cometió un
fallo inexcusable al hacer esas promesas, a pesar de los indicios claros del
hundimiento total de nuestra economía. Prometió alegremente reducir algunos
impuestos, o al menos no subirlos, a lo que no habría nada que objetar en unas
circunstancias normales. Pero esas mismas promesas son realmente infumables
cuando, como es el caso, se hacen en una situación manifiesta de quiebra. Toda
una inconcebible y disparatada metedura de pata.
Excusarse con la herencia recibida, a estas
alturas, resulta totalmente absurdo. Mariano Rajoy tenía que saber, o al menos
sospechar, la situación real de nuestra economía. Debió prometer sangre sudor y
lágrimas de todos los colectivos, incluidos los de la casta política. El
desprestigio del zapaterismo era de tal envergadura, que hubiera ganado
igualmente las elecciones y, ahora, no se encontraría con esa contestación tan
generalizada.
Barrillos de Las Arrimadas, 29 de agosto de 2012José Luis Valladares Fernández
Criterio Liberal. Diario de opinión Libre.
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