|
Radar de velocidad de carne y hueso.
|
Hace unos días, después de la presentación de mi novela LA ROPAVEJERA, el génesis del
mal (aprovecho para la publicidad) en el festival de cine
FANTASTI'CS de Castellón; a la vuelta entré por la autopista. Al llegar al
peaje, y justo donde ya empiezan a anunciar una velocidad inferior a los 120,
vi a un vehículo (pobrecito él) averiado en el arcén, con su correspondiente iluminación
y el triángulo bien puestecito, aunque creo que a menos de 50 metros, pero eso
no lo podría jurar. La cosa, dada la experiencia, estaba clara. Se trataba de
un radar de velocidad puesto a mala leche.
Un radar de velocidad en el
arcén, donde está expresamente prohibido estacionar, salvo precisamente en caso
de necesidad imperiosa por avería... cosa que simulaba... pero que no era. No
le pude hacer una foto, pero bueno, hay muchas por internet de situaciones
similares y yo mismo lo he denunciado en más de una ocasión en este blog. Poner
un radar en un lugar infringiendo la normativa y, además, poniendo en peligro a
los usuarios, debería de estar perseguido judicialmente.
Eso me hizo pensar en que también ellos se jugaban el tipo
tontamente, porque se quiera o no, permanecer dentro del vehículo mal aparcado
en plena autopista, es un peligro. Recordemos que en caso de avería se aconseja
abandonar el vehículo y apartarse prudentemente de la carretera para no acabar
atropellado.
Radar de velocidad de carne y hueso, a la desesperada para
llegar a final de mes
El caso es que pensando en que también ellos se jugaban la vida
por cuatro multas de m..., hoy me he enterado de que en Francia son todavía más
irresponsables que aquí (que ya es decir). No hay más que mirar las fotos en
las que se puede ver perfectamente a un policía, carente de sentido común, o
desesperado por llegar a final de mes (o quién sabe si ambas cosas), escondido
en un hito de vértice compuesto, sí, uno de esos cacharros de plástico verde
redondeados que tan a menudo vemos despanzurrados por algún vehículo.
Como diría mi abuela... P'ABERSE MATAO.
Ramón Cerdá
|