Esta semana aquellos más
afortunados celebrarán en familia la tradicional cena de Noche Buena, día en el
que, por primera vez, el rey Felipe VI pronunciará
el correspondiente discurso, a buen seguro lleno frases a medio
camino entre lo obvio y lo sensato, y en el que no se esperan sorpresas más
allá de los habituales guiños al “pueblo” y a la cada vez más denostada clase
política.
Desde hace tiempo, más del que muchos imaginan, las alocuciones del rey solo interesan
a los españoles más entrados en años, aquellos que vivieron el franquismo y
vieron en la Transición un cambio, que, aunque imperfecto, les
permitió disfrutar al menos de una pequeña parcela de libertad. El resto,
exceptuando a quienes se viven al socaire del Estado, de los partidos
tradicionales o de los negocios protegidos, no ven ya en el discurso del rey
más empeño que mantener el viejo orden. Y en esta ocasión, si acaso, cambian
los protagonistas, pero no la obra representada.
En general, más allá del
cada vez más visible deterioro de un statu quo que pronto cumplirá 40 años,
nada ha cambiado, gracias, sobre todo, a unos partidos políticos que, sometidos
a los designios de sus líderes y en perfecta sincronía con las élites extractivas, se han convertido en el tapón que
mantiene embotellada la historia de España. Así, la frase de
que “la crisis ya es historia… del pasado” es
la mayor estupidez pronunciada en los últimos cien años, en tanto que solo hace
referencia a lo económico y olvida a conveniencia que nuestra crisis es
fundamentalmente política. La otra, la económica, es consecuencia de un
desquiciamiento institucional propio de estados camino de ser fallidos. Y por
más que los grandes números mejoren, la prosperidad llegará al común con cuenta
gotas.
Los males de fondo siguen
siendo exactamente los mismos hoy que hace diez años. Lo resumía lúcidamente John Müller en
el párrafo final de su artículo titulado La deflación en
España, donde, tras apuntar que la espectacular
caída del precio del petróleo se traducirá en una inyección de 10.000 millones de euros en
las rentas de empresas y familias, a lo que se sumará “la renta disponible que
se genere con la reducción de las retenciones del IRPF en enero”, ponía el dedo
en la llaga: “Todo ello impulsará la demanda interna, que sigue siendo el
principal motor del crecimiento español. Incluso la construcción está volviendo
a hacer aportaciones positivas. No
hay un nuevo modelo económico español. Hemos vuelto al viejo modelo, un 30% por
debajo.”
En efecto, seguimos donde
solíamos, en la España vieja y destartalada. Entretanto, sigue su avance
imparable el Estado corporativo, ese híbrido a medio camino entre el poder
financiero y los grandes negocios, y el cuarto Estado de lo público, donde
parasitan infinidad de colectivos, entre los cuales figuran en lugar destacado
miles de políticos y decenas de miles de asimilados, quién sabe si cientos de
miles. En consecuencia, no
solo no desaparecen las trabas a la iniciativa privada, sino que hemos superado
con creces las 100.000 leyes y reglamentos. Y aumentando.
Cierto es que se
simplifican sobre el papel los trámites para crear un negocio o darse de alta
como autónomo. Pero
de ahí en adelante el infierno regulador se vuelve casi insuperable.
El resultado, tal y como certifica el informe de la
Fundación BBVA: solo
la mitad de quienes se dan de alta como autónomo consigue mantenerse como tal
más de tres años. Y otro tanto sucede con las pequeñas
empresas de menos de 10 empleados, que, por lo general, son aquellas que recién
empiezan su andadura.
Necesitamos poder crear
empresas más grandes, capaces de generar puestos de trabajo cualificados y
sueldos mejor remunerados, amén de proporcionar una mayor estabilidad en el
empleo.
Pero tal cosa parece imposible en esta España de los partidos, de las élites, de
los grupos organizados y de los oligarcas, donde manda el pelotazo concertado,
y todo aquel que va por libre termina casi siempre en la cuneta.
Recientemente, a propósito
de la crisis, se preguntaba el Papa
Francisco Bergoglio "Qué dignidad podrá encontrar
quien no tiene qué comer o el mínimo necesario para vivir o el trabajo que le
otorga dignidad". Sin embargo, la dignidad no está en un plato caliente,
un trabajo decente o en la mera subsistencia. Está en la libertad de hacer, de
emprender, de crecer: de poder ser uno mismo, sin depender de la falsa caridad
del Estado. En definitiva, la libertad es el fundamento de todas las cosas, que
diría John Locke.
No, la nuestra no es la historia de una
crisis económica, sino el correlato de un modelo institucional desquiciado,
analizado desde estas páginas en numerosas ocasiones, cuyo inexorable
decaimiento se manifiesta en forma de Zapateros, Rajoyes y Sorayas. Y ya
en sus estertores finales, en Nicolases y Corinnas. Pronto, como efecto
de última ronda, nos regalará un nuevo franquito, esta vez con coleta. Dirán
entonces que la verdadera democracia ha llegado. Pero esa oportunidad la
perdimos hace tiempo. Exactamente hace 39 años. Lo que despunta en el horizonte
es otra cosa.
No habrá pues Cuento de Navidad de Charles Dickens, ni
este año ni el que viene, porque, por más que la emoción pueda parecer la
fuerza que mueve el mundo, al final lo que mandan son los números. Y las
sociedades herméticas y maniatadas, incapacitadas para generar riqueza, no
tirne escapatoria.
Sea como fuere, no hay que
desesperar por más que el desencanto abunde entre las personas cabales. Al fin
y al cabo, como decía el filósofo, “desencanto” es a la vez decepción y
esperanza, abatimiento y rebeldía.
Tengan ustedes una la Feliz
Navidad.
|