miércoles, 29 de octubre de 2014

Mariano Rajoy y la corrupción.

Autor: Tercera Ola.


Pocos podrían haber imaginado la noche del 20 de noviembre de 2011 que, tras la amplia victoria del Partido Popular en las Elecciones Generales, lo que habría de llegar sería esta apoteosis de la corrupción que amenaza con no dejar títere con cabeza. Que ya no mediríamos el tiempo en minutos sino en imputaciones. Y que España terminaría siendo todo un poema, un desmadre a la italiana o, peor aún, un esperpento que ni Valle-Inclán podría haber concebido.
Rajoy en estado puro
Sin embargo, previamente al destape de la corrupción irrestricta, que era y es la esencia de este régimen, aún tuvimos dos postreras oportunidades para haber dado un giro a nuestra historia. La primera fue precisamente cuando el Partido Popular ganó las Elecciones Generales. Y Mariano Rajoy Brey, con las espaldas bien cubiertas por una holgada mayoría absoluta, pudo haber tomado la senda reformista, aprovechando la parálisis tanto de la izquierda como de las oligarquías, entonces acongojadas por la posibilidad real de la quiebra del Estado y la muerte súbita de la gallina de los huevos de oro.
Desgraciadamente, parapetado tras la coartada de un inminente rescate y repitiendo como un loro la célebre cita de San Ignacio de Loyola, que dice que en tiempos de tribulaciones no hay que hacer mudanza, el recién investido presidente optó por arriar la bandera de la regeneración y guardarla en el baúl de los recuerdos, junto con otras muchas promesas. Ahí se retrató Mariano, nítido y cristalino. Tanto que sus votantes más ingenuos no se lo creían.
El segundo y definitivo hito tuvo lugar el 14 de julio de 2013, cuando el diario El Mundo, con Pedro J. Ramírez aún de director, publicó los mensajes sms que mutuamente se habían enviado el presidente del Gobierno y el extesorero del Partido PopularLuis Bárcenas, cuando este último ya había sido enchironado por orden del juez Pablo Ruz.
Cierto es que aquellos mensajes por sí mismos no probaban que Mariano Rajoy fuera corrupto, ni siquiera que (stricto sensu) estuviera en connivencia con el presunto delincuente. Sin embargo, en cualquier democracia digna de tal nombre, una revelación de esta naturaleza habría sido motivo más que suficiente para forzar la dimisión de un primer ministro. Y es que en los países decentes la política aplica sus propias leyes mucho antes que los tribunales. 
¿Por qué Mariano prefirió no beber de ese cáliz? Según la más benévola de las versiones, porque era consciente de que su renuncia habría supuesto dar el golpe de gracia a unas instituciones que amenazaban ruina en el peor momento imaginable. Y según la más malvada, que su decisión de no dimitir tendría que ver con un conocimiento exhaustivo de la corrupción que anidaba en el partido, y el convencimiento de que si abandonaba el poder prematuramente y, en consecuencia, renunciaba a la influencia sobre los más altos tribunales y la Fiscalía, cualquier calamidad sería posible, incluida una futurible imputación de toda la cúpula del PP con él a la cabeza. Lo que arrastraría a su vez al puñado de oligarcas que habían estado pagando la fiesta.
Sea como fuere, una vez más Mariano decidió no mover ficha, al menos no de forma tan dramática (poco tiempo después Pedro J. Ramírez sería cesado). Y esperó a que las aguas se calmaran. Lo que, en un país que se estaba acostumbrando a los disgustos, habría de suceder tarde o temprano.
Y así fue. Hoy aquellos mensajes han sido olvidados. Sólo permanece en el recuerdo colectivo aquella frase gloriosa con la que Rajoy abandonaba a su suerte al tesorero: “Luis, lo entiendo. Sé fuerte. Mañana te llamaré. Un abrazo”. Nunca le llamaría, por supuesto. Rajoy no habría sobrevivido tantos años en la política española y llegado a presidente de haber tenido el “Leave no man behind” como lema.
Independientemente de las motivaciones que Mariano haya tenido para no hacer lo correcto, era de prever que sus decisiones todo lo más servirían para aplazar lo inevitable. Pero que, finalmente, no sólo se produciría la quiebra del modelo político, sino que ésta sería más abrupta. Y en eso estamos ahora. 
Por qué es sistémica la corrupción en España
Respecto al turbio asunto del tesorero del Partido Popular y el trasiego de dinero negro que va y viene de la calle Génova, vale la pena utilizar como vara de medir lo sucedido con la Unión Demócrata Cristiana de Alemania (CDU) en 1999, cuando el 4 de noviembre de ese mismo año el tribunal de distrito de Augsburgo ordenó la detención de su tesorero, Walter Leisler Kiep, estallando a continuación el escándalo de corrupción política más grave de la reciente historia alemana.
En el caso del CDU, aunque las resistencias fueron muchas, al final rodaron infinidad de cabezas, incluso las de los más ilustres. Tal fue el caso deHelmut Kohl, sacrificado en el altar de la regeneración forzosa por su propia protegida,Angela Merkel. Desde luego que no todo fue ejemplar en aquel ajuste de cuentas. Al fin y al cabo la política es siempre política. Pero hechas las oportunas salvedades, la depuraciones, que afectaron a casi toda la plana mayor del CDU, reconfortaron a los ciudadanos alemanes. Y la sangre no llegó al río.
En el caso del Partido Popular no ha sucedido nada parecido sencillamente porque tal cosa era imposible. La impostura de las instituciones, esto es, la carencia de una democracia formal con separación de poderes y los correspondientes controles y contrapesos, hace que todas las decisiones, incluso las más trascendentes, queden a merced de esa otra política informal, subterránea, donde en realidad nadie gobierna y todo se tapa y se pacta de espaldas a la opinión pública.
Si no hay unas reglas del juego inviolables para todos y tampoco los incentivos necesarios para cumplirlas, si ni siquiera existe la coacción o el miedo a que las leyes se apliquen con rigor y rapidez sea quien sea el delincuente, es imposible que los que tienen la sartén por el mango tomen las decisiones correctas si éstas llevan aparejadas costes.
También ha quedado demostrado, por si había alguna duda, que carecemos de personajes de fuste, en los que la decencia y el buen juicio estén por encima de otras consideraciones, incluso de las propias ambiciones. Así pues, ante un modelo carente de líneas rojas y condenado a corromperse, no hemos podido siquiera oponer el factor humano: ese milagro del último suspiro en el que alguien honorable se planta y se la juega.
La eclosión de la ideología líquida 
En resumen, en estos casi tres años de gobierno del Partido Popular hemos descubierto que, detrás de las siglas y las coartadas ideológicas, de ese infantilismo perverso del “y tú más” de las tertulias de medio pelo que inundan las televisiones, la constante era lo mediocre, lo pésimo. España no es que necesitara regenerarse sino que estaba por hacer. Y la brusca eclosión de esta realidad está provocando que los falsos demócratas se empiecen a distinguir de los auténticos. Unos porque llevan la corrupción tatuada en la frente. Otros, porque por más que voten jamás dejarán de ser dictadores en potencia.
Pase lo que pase, y aún queda mucho por pasar, lo único evidente es que cada vez falta menos para que alguien le susurre al presidente “Mariano, sé fuerte… dimite”. (… Ese hombre está muerto y no lo sabe. Quiere asaltar la banca, robar nubes, estrellas, cometas de oro, comprar lo más difícil: el cielo. Y ese hombre está muerto…).Quizá sea Soraya quien se lo diga. Pero al ritmo que marchan los acontecimientos, podrían ser otros los que le dieran la patada. Que sean falsos demócratas es lo que debería preocuparnos, porque demócratas de pura cepa quedan muy pocos en España, cada vez menos.
Desgraciadamente, otra de las consecuencias perversas de este final de trayecto es el cortocircuito permanente al que se ha visto sometida la sociedad española, con el fin de impedir que de ella surgiera la competencia directa a esa marca negra que hoy es el PP. Por lo tanto, lo lógico es que España termine rendida a los encantos de una “nueva” izquierda, cuya ideología líquida se está filtrando por las mil y una heridas de este régimen cadáver.