Autor: Tercera Ola.
Pocos podrían haber
imaginado la noche del 20 de noviembre de 2011 que, tras la amplia victoria
del Partido Popular en
las Elecciones
Generales, lo que habría de llegar sería esta apoteosis de la
corrupción que amenaza con no dejar títere con cabeza. Que ya no mediríamos el
tiempo en minutos sino en imputaciones. Y que España terminaría siendo todo un
poema, un desmadre a la italiana o, peor aún, un esperpento que ni Valle-Inclán
podría haber concebido.
Sin embargo, previamente
al destape de la corrupción irrestricta, que era y es la esencia de este
régimen, aún tuvimos dos postreras oportunidades para haber dado un giro a
nuestra historia. La primera fue precisamente cuando el Partido Popular ganó
las Elecciones Generales. Y Mariano
Rajoy Brey, con las espaldas bien cubiertas por una holgada
mayoría absoluta, pudo
haber tomado la senda reformista, aprovechando la parálisis
tanto de la izquierda como de las oligarquías, entonces acongojadas por la
posibilidad real de la quiebra del Estado y la muerte súbita de la gallina de
los huevos de oro.
Desgraciadamente,
parapetado tras la coartada de un inminente rescate y repitiendo como un loro
la célebre cita de San
Ignacio de Loyola, que dice que en tiempos de tribulaciones no
hay que hacer mudanza, el recién investido presidente optó por arriar la
bandera de la regeneración y guardarla en el baúl de los recuerdos, junto con
otras muchas promesas. Ahí
se retrató Mariano, nítido y cristalino. Tanto que sus votantes
más ingenuos no se lo creían.
El segundo y definitivo
hito tuvo lugar el 14 de julio de 2013, cuando el diario El Mundo, con Pedro J. Ramírez aún
de director, publicó los mensajes sms que mutuamente se habían
enviado el presidente del Gobierno y el extesorero del Partido Popular, Luis Bárcenas, cuando
este último ya había sido enchironado por orden del juez Pablo Ruz.
Cierto es que aquellos
mensajes por sí mismos no probaban que Mariano Rajoy fuera corrupto, ni
siquiera que (stricto sensu) estuviera en connivencia con el presunto
delincuente. Sin embargo, en cualquier democracia digna de tal nombre, una revelación de esta naturaleza
habría sido motivo más que suficiente para forzar la dimisión de un primer
ministro. Y es que en los países decentes la política aplica
sus propias leyes mucho antes que los tribunales.
¿Por qué Mariano prefirió
no beber de ese cáliz? Según la más benévola de las versiones, porque era
consciente de que su renuncia habría supuesto dar el golpe de gracia a unas
instituciones que amenazaban ruina en el peor momento imaginable. Y según la
más malvada, que su
decisión de no dimitir tendría que ver con un conocimiento exhaustivo de la
corrupción que anidaba en el partido, y el convencimiento de
que si abandonaba el poder prematuramente y, en consecuencia, renunciaba a la
influencia sobre los más altos tribunales y la Fiscalía, cualquier calamidad
sería posible, incluida una futurible imputación de toda la cúpula del PP con
él a la cabeza. Lo que arrastraría a su vez al puñado de oligarcas que habían
estado pagando la fiesta.
Sea como fuere, una vez más Mariano decidió no mover
ficha, al menos no de forma tan dramática (poco tiempo después Pedro J. Ramírez
sería cesado). Y esperó a que las aguas se calmaran. Lo que, en
un país que se estaba acostumbrando a los disgustos, habría de suceder tarde o
temprano.
Y así fue. Hoy aquellos mensajes han sido
olvidados. Sólo permanece en el recuerdo colectivo aquella
frase gloriosa con la que Rajoy abandonaba a su suerte al tesorero: “Luis, lo
entiendo. Sé fuerte. Mañana te llamaré. Un abrazo”. Nunca le llamaría, por
supuesto. Rajoy no habría sobrevivido tantos años en la política española y
llegado a presidente de haber tenido el “Leave no man behind” como lema.
Independientemente de las
motivaciones que Mariano haya tenido para no hacer lo correcto, era de prever
que sus decisiones todo lo más servirían para aplazar lo inevitable. Pero que,
finalmente, no sólo se produciría la quiebra del modelo político, sino
que ésta sería más
abrupta. Y en eso estamos ahora.
Por qué es sistémica la
corrupción en España
Respecto al turbio asunto
del tesorero del Partido Popular y el trasiego de dinero negro que va y viene
de la calle Génova, vale la pena
utilizar como vara de medir lo sucedido con la Unión Demócrata
Cristiana de Alemania (CDU) en 1999, cuando el
4 de noviembre de ese mismo año el tribunal de distrito de Augsburgo ordenó la
detención de su tesorero, Walter
Leisler Kiep, estallando a continuación el escándalo de
corrupción política más grave de la reciente historia alemana.
En el caso del CDU, aunque
las resistencias fueron muchas, al
final rodaron infinidad de cabezas, incluso las de los más ilustres.
Tal fue el caso deHelmut
Kohl, sacrificado en el altar de la regeneración forzosa por su
propia protegida,Angela
Merkel. Desde luego que no todo fue ejemplar en aquel ajuste de
cuentas. Al fin y al cabo la política es siempre política. Pero hechas las
oportunas salvedades, la
depuraciones, que afectaron a casi toda la plana mayor del CDU, reconfortaron a
los ciudadanos alemanes. Y la sangre no llegó al río.
En el caso del Partido
Popular no ha sucedido nada parecido sencillamente porque tal cosa era
imposible. La impostura de las instituciones, esto es, la carencia de una
democracia formal con separación de poderes y los correspondientes controles y
contrapesos, hace que todas las decisiones, incluso las más trascendentes,
queden a merced de esa otra política informal, subterránea, donde en realidad
nadie gobierna y todo
se tapa y se pacta de espaldas a la opinión pública.
Si no hay unas reglas del
juego inviolables para todos y tampoco los incentivos necesarios para
cumplirlas, si ni
siquiera existe la coacción o el miedo a que las leyes se apliquen con rigor y
rapidez sea quien sea el delincuente, es imposible que los que tienen la sartén
por el mango tomen las decisiones correctas si éstas
llevan aparejadas costes.
También ha quedado
demostrado, por si había alguna duda, que carecemos de personajes de fuste, en los que la decencia
y el buen juicio estén por encima de otras consideraciones,
incluso de las propias ambiciones. Así pues, ante un modelo carente de líneas
rojas y condenado a corromperse, no hemos podido siquiera oponer el factor
humano: ese milagro del último suspiro en el que alguien honorable se planta y
se la juega.
La eclosión de la
ideología líquida
En resumen, en estos casi
tres años de gobierno del Partido Popular hemos descubierto que, detrás de las
siglas y las coartadas ideológicas, de ese infantilismo perverso del “y tú más”
de las tertulias de medio pelo que inundan las televisiones, la constante era lo mediocre, lo
pésimo. España no es que necesitara regenerarse sino que estaba
por hacer. Y la brusca eclosión de esta realidad está provocando que los falsos
demócratas se empiecen a distinguir de los auténticos. Unos porque llevan la
corrupción tatuada en la frente. Otros, porque por más que voten jamás dejarán
de ser dictadores en potencia.
Pase lo que pase, y aún
queda mucho por pasar, lo
único evidente es que cada vez falta menos para que alguien le susurre al
presidente “Mariano, sé fuerte… dimite”. (… Ese hombre está muerto y no lo sabe.
Quiere asaltar la banca, robar nubes, estrellas, cometas de oro, comprar lo más
difícil: el cielo. Y ese hombre está muerto…).Quizá sea Soraya quien se
lo diga. Pero al ritmo que marchan los
acontecimientos, podrían ser otros los que le dieran la patada.
Que sean falsos demócratas es lo que debería preocuparnos, porque demócratas de
pura cepa quedan muy pocos en España, cada vez menos.
Desgraciadamente, otra de
las consecuencias perversas de este final de trayecto es el cortocircuito
permanente al que se ha visto sometida la sociedad española, con el fin de
impedir que de ella surgiera la competencia directa a esa marca negra que hoy
es el PP. Por lo tanto, lo
lógico es que España termine rendida a los encantos de una “nueva” izquierda,
cuya ideología líquida se está filtrando por las mil y una heridas de este
régimen cadáver.