En un mundo imaginario,
una epidemia que transforma a los hombres en bestias ha acabado con casi toda
la población. Sólo queda un ser humano sin infectar: Robert Neville, quien,
aislado en su casa, que ha convertido en fortaleza, aprovecha la luz del día
para salir al exterior y dar caza a esos seres de pesadilla que sólo actúan en
la oscuridad, mientras que por las noches se encierra para resistir a sus
asedios.
Este es el argumento de la
novela Soy
leyenda (I
Am Legend), de Richard
Matheson (Nueva Jersey, 1926 - California, 2013),
publicada por primera vez en 1954. Una puesta al día del mito vampírico que
está llena de interesantes simbologías.
En Soy leyenda Matheson
enfrenta la razón a la superstición; el método científico al tabú; la
“normalidad” a la “anormalidad”. Y, en última instancia, plantea una cuestión
inquietante: ¿qué
sería lo “normal” y qué lo “anormal” en una sociedad que, de la noche al día,
se ha dado la vuelta como si fuera un calcetín? Y es que,
en el mundo post apocalíptico que emerge tras la devastadora pandemia, Robert
Neville se ha convertido en la anomalía; es decir, en “lo anormal”, mientras
que los seres humanos a los que la enfermedad ha transformado en irracionales
son “lo normal”.
Soy leyenda es también la
historia del hombre libre contra la multitud; del individualismo contra el
colectivismo. En definitiva, la lucha desesperada de la razón,
siempre solitaria y sacrificada, contra la ideología, que es infinitamente más
contagiosa en tanto en cuanto puede prescindir de la pesada carga de la moral,
apelar a la emociones, prometer el advenimiento de un mundo feliz y no requiere
más esfuerzo que la conversión incondicional.
La sociedad del pánico
De forma parecida a lo que
sucede en la novela de Richard
Matheson, el estallido de la crisis financiera global, y
la fuerte conmoción que ha supuesto la crisis político-económica consiguiente,
ha dado paso a un sentimiento de frustración que se propaga como una epidemia
en las sociedades occidentales.
Después de más de siete
años de decaimiento general, las personas no pueden ya sustraerse a la idea de
que han sido estafadas y que se les ha hurtado aquello que por derecho les
correspondía. Y este sentimiento está animando la emergencia de viejas ideas
colectivistas en detrimento de los valores de las democracias liberales,
atrapadas como están en sus propias ineficiencias y contradicciones. Así, el
apoyo al libre mercado ha decrecido de forma alarmante en los países
desarrollados, y se da la paradoja, por ejemplo, de que, mientras hoy el 95%de los vietnamitas
se muestra partidario del libre mercado, el 51% de los
españoles lo ve como algo negativo.
Sin embargo, el verdadero
desencadenante de este desplazamiento sociológico es la ruptura del contrato
suscrito entre los modelos políticos occidentales y sus ciudadanos, cuya letra
pequeña especificaba que, a cambio de la cesión casi incondicional del poder en
favor de la clase política, el Estado de bienestar quedaría asegurado. Contrato
que se fue renovando tácitamente, hasta que la democracia se convirtió en una
herramienta al servicio del bienestar material, vaciándose de principios y,
finalmente, corrompiéndose y sirviendo a los intereses de grupos minoritarios.
Así pues, concluido el
periodo de bonaza de finales del siglo XX y principios del XXI, parece
reproducirse el mismo patrón del final de la Primera Guerra Mundial. Somos como
aquella “generación perdida”, a la que Francis Scott Fitzgerald definió
como “una generación nueva, que se dedica más que la última a temer a la
pobreza y a adorar el éxito; crece para encontrar muertos a todos los dioses,
tiene hechas todas las guerras y debilitadas todas las creencias del hombre”.
La predilección por las
soluciones mágicas
Quienes tienen ya una
cierta edad aprecian demasiadas similitudes entre las promesas de los nuevos
populistas (de izquierda y de derecha), que hoy ganan terreno en Europa, y el
drama que supuso en su día dar por buenas las de quienes les precedieron.
Lamentablemente, la memoria viva de una sociedad sólo existe en aquellos
individuos que pudieron comprobar de primera mano que el evento final del colectivismo
populista es la aniquilación de la libertad. Mientras que para el resto – la
mayoría – lo que prima es la urgencia.
Tampoco parece
preocuparnos que, en lo económico, y según explican Rudiger
Dornbusch y Sebastian
Edwards, oportunamente citados en A Political
Theory of Populism, los regímenes populistas hayan
tratado históricamente de solucionar los problemas de desigualdad de ingresos a
través del uso de políticas macroeconómicas excesivamente expansivas. Y que
estas políticas, que han confiado en la financiación del déficit, los controles
generalizados, y un desprecio por los equilibrios económicos básicos,hayan desembocado inevitablemente en
las grandes crisis macroeconómicas que han acabado perjudicando (precisamente)
a los sectores más pobres de la sociedad.
Por el contrario, gana
adeptos la Teoría
Monetaria Moderna, que sostiene, entre otras cosas, que la soberanía
monetaria de un Estado le permite aumentar el gasto público e incurrir en
déficit tanto como políticamente se esté dispuesto a ello, ya que, como emisor
de moneda, el Estado nunca podrá quedarse sin dinero. Lo cual convierte al Estado en un
poderoso empleador, que, en caso de necesidad, puede crear
tantos puestos de trabajo como sean necesarios y remunerarlos con nuevo dinero.
Una teoría que si bien resulta interesante, tiene algo de mágico, de irreal.
Pues cuesta creer que todos los problemas puedan resolverse sencillamente
emitiendo más dinero. O que el déficit y la deuda no tengan importancia alguna.
El derecho a molestar
Siendo pesimistas, lo
único que esta crisis nos ha enseñado es que, como decía Edward Welsh, el
sargento primero de la novela The
thin red line, al indómito Robert Witt, “en este mundo un
hombre solo no vale nada”. Y resultaría absurdo enfrentarse a la masa, pues
seríamos como Robert Neville, anomalías en una sociedad que, definitivamente,
se ha vuelto del revés.
Sin embargo, como
escribió George
Orwell en el prólogo de Rebelión en la granja, si la libertad
significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír. Y
esto es que diseñar una democracia moderna que realmente funcione y, en
consecuencia, despejar el camino a una sociedad más abierta, equitativa y
próspera, no es algo que vaya a conseguir ninguna ideología, ningún dogma,
ningún populismo, sino solo el fair play; es decir, la racionalidad, el
compromiso y la buena voluntad de quienes aún no hayan sido infectados.