Cuando Mariano Rajoy ganó
las elecciones, en noviembre de 2011, muchos observadores albergaban el
convencimiento, o la optimista creencia, de que su gobierno emprendería
urgentemente una escalofriante carrera de obstáculos, acometería al instante
esas imprescindibles reformas en un momento crítico de la historia de
España. Había que
desandar el camino, restaurar la separación de poderes, los controles, los
órganos independientes, la fiabilidad de las instituciones. Por
supuesto, el presidente no lo haría por convicción. Tampoco por principios.
Mucho menos por generosidad, filantropía o patriotismo. Abordaría la
regeneración por absoluta necesidad, por un mero instinto de supervivencia del
sistema. Porque a la fuerza, ahorcan.
Rajoy disponía tan sólo de
un estrecho margen para evitar el naufragio. Para cambiar radicalmente el
rumbo, dar ese completo giro de timón, emprender la maniobra que evitase la
violenta colisión y hundimiento del Régimen de 1978. Eran cruciales los cien primeros días,
esa etapa en que el Gobierno rebosa de legitimidad, goza de un idilio con la
opinión pública. Aun así, la tarea hubiera resultado
complicada: había que vencer muchas inercias, pisar muchos callos, retirar
muchos privilegios y, posiblemente, ofrecer muchos sacrificios personales.
Pero, al menos, parte de la clase política habría sobrevivido. La opción
alternativa era catastrófica para los partidos, decepcionante para los
electores.
No ocurrió lo que esos
optimistas esperaban. De entrada, Mariano decidió aplazar los cambios hasta el
día de las elecciones andaluzas. Apuntaba ya esa suicida línea de remoloneo y
procrastinación. Evitaría a toda costa agarrar el toro por los cuernos, incluso
por el rabo. Dejaría pasar el tiempo, atendería lo inmediato y reaccionaría
sólo con el obstáculo rozando las narices. Enfrentado a las reformas cruciales,
Rajoy miró de soslayo,
fuese y no hubo nada. Dejó
pasar la ocasión creyendo que la mejora económica aplacaría la ira de las
gentes. Que las aguas volverían a su cauce y los
ciudadanos regresarían al redil, devolviendo su confianza a los partidos
tradicionales. Que el amenazador arrecife no era más que un fantasmal espejismo
en la niebla, quizá un monstruo mitológico que desaparece cuando se deja de
pensar en él. Pero había algo alarmante: la plomada indicaba cada vez menos
brazas de profundidad.
Medidas cosméticas, para
impresionar a la galería
A la vuelta del verano de
2012 el Régimen estaba prácticamente sentenciado. El Gobierno perdía gas,
voluntad, margen de maniobra y credibilidad, mientras arreciaban las rivalidades
en la coalición gobernante. Había perdido su última oportunidad. El brutal
choque era sólo cuestión de tiempo. Se partiría la carcomida quilla, se
quebrarían con estrépito las cuadernas y se fracturaría el desvencijado casco,
dando lugar a una copiosa vía de agua. Y el sistema se hundiría por la vía de
agua de la pérdida de credibilidad.
Como sucedáneo, probaron
medidas cosméticas, más bien de imagen, para impresionar a la galería. Una
tentativa de curar el cáncer con una aspirina. Forzaron la abdicación del
desacreditado Juan Carlos por la puerta de atrás, con un halo de misterio, sin
depurar responsabilidad alguna. No resulta difícil torcer la
voluntad de quien guarda tantos cadáveres en el armario. Eso sí, el abdicado
dejaba el trono conservando el título de rey y disfrutando de una implícita ley
de punto final. No se investigarían negocios, comisiones u origen de la
fortuna. Ni se establecería un plan para restituir parte de los fondos, para
aliviar la enorme deuda que pesa sobre los contribuyentes. Ciertamente, la ley
no permite imputación penal del monarca pero sí de aquellos que, con
negligencia, pudieron refrendar sus actos.
Los muñidores del plan
confiaron en que, como de costumbre, el público aplaudiría a rabiar el relevo,
el lavado de cara del sistema. Que admitiría como regeneración el mero cambio
de persona sin reforma de las instituciones. Pero el horno ya no estaba para
bollos. Con un patio dominado por el cabreo de quienes descubren haber sido
objeto de mofa durante décadas, y con los dogmas, mitos y tabúes ya
apolillados, completamente rasgados, resultaba casi hercúlea la tarea de
infundir entusiasmo por el reinado del hijo.Una acelerada revolución del pensamiento, y las
emociones, rechazaba todo cuanto oliera a régimen de la Transición,
dejando a sus integrantes fuera de juego.
Una clase dirigente sin
visión de futuro
Pero todavía persiste el
misterio. Aun a sabiendas, los máximos beneficiarios se cruzaron de brazos,
dejaron pasar el último tren que hubiera permitido mantener a flote el Régimen
de 1978. ¿Estupidez? ¿Desidia? ¿Vocación suicida? No exactamente. Más bien
miopía, una visión política de corto plazo que valora extraordinariamente lo
inmediato y desprecia el futuro. Ese gobernar el día a día a golpe de impulsos,
ocurrencias y encuestas. Nuestros dirigentes no están preparados para tomar
esas decisiones que generan fuertes resistencias dentro de la coalición
gobernante. No
están dispuestos a incurrir en notables costes presentes sólo para atajar una
catástrofe que se demorará algunos años. Ninguno acepta
renunciar a parte de su poder, o privilegios, para salvar el barco: que
renuncien otros. Más vale pájaro en mano... Si ha de llegar el fin, mejor
aprovechar el tiempo para llenar los bolsillos.
El Régimen generó una
clase dirigente sin principios, ideales o visión de futuro, con la mirada fija
en lo inmediato. Una élite que convirtió la política en un mercadillo persa
donde todo era negociable, donde el mantenimiento del sillón justificaba
cualquier arbitrariedad. La selección de los dirigentes se llevó a cabo dentro
de los partidos, con unas pautas que favorecían a los militantes desprovistos de escrúpulos, a
los faltos de criterio, a quienes mostraban más propensión a mudar su opinión
por orden del jefe. E imponían tremendas barreras a quienes
poseían ideales, generosidad y visión de futuro, un tipo de afiliado que
abandonó a mansalva estos entornos estrechos, cerrados, opresivos para el
pensamiento libre. Las listas cerradas pusieron la guinda.
En lugar de estadistas,
surgieron líderes miopes, políticos profesionales carentes de ideas elevadas,
centrados exclusivamente en el mantenimiento de sus privilegios. Una pandilla
refractaria a cualquier cambio que lesionara su influencia e ingresos. Un grupo
que implantó una política que primaba la imagen sobre la sustancia, la
palabrería sobre los fundamentos. Nadie reparó en que la adecuada selección de las élites
gobernantes es un mecanismo fundamental, un proceso tan crucial que su descuido
resulta suicida para cualquier país. Pero ya lo señaló
Galdós: "no hay cosa, por desatinada que sea, que no pueda ser verdad en
España".
Comienzan las luchas
intestinas, el sálvese quien pueda. Una riada de políticos, funcionarios de
partido e intelectuales orgánicos huirá apresuradamente del buque, ajustándose
nueva chaqueta, buscando acomodo allí donde pueda encontrar mejores
perspectivas. Como las ratas, ni siquiera girarán la cabeza para contemplar el
desastre que, por su irresponsabilidad, dejaron detrás.