Pocas figuras han generado tanto ruido y, paradójicamente, tanto silencio como la del comisario jubilado José Manuel Villarejo. Acusado de múltiples delitos, desde cohecho hasta revelación de secretos, su nombre se ha convertido en sinónimo de las cloacas del Estado español. Pero detrás del personaje mediático, del villano perfecto que sirve como cortafuegos institucional, hay un problema estructural que ni PSOE ni PP se han atrevido a enfrentar.
Villarejo no se entiende sin el contexto de un Estado que, desde la Transición, ha mantenido una doble estructura de poder: una visible, institucional y sujeta al Derecho, y otra sumergida, nutrida por servicios paralelos de inteligencia, chantajes cruzados, favores empresariales y operaciones encubiertas. Una herencia que comenzó en la etapa de Felipe González con los GAL y que, lejos de ser erradicada, fue sofisticada por gobiernos posteriores de uno y otro signo.
El propio Villarejo, que no es ni mucho menos un inocente, ha defendido su papel como “agente encubierto” al servicio de los intereses del Estado. ¿Quién definía esos intereses? ¿Quién autorizaba esas operaciones? ¿Por qué, si sus actividades eran tan graves, se le permitió actuar durante décadas? Son preguntas que ningún órgano judicial ha querido responder con seriedad.
Lo más preocupante, sin embargo, no es lo que hizo Villarejo, sino lo que no se le permite contar. Gran parte de las pruebas incautadas —grabaciones, documentos, comunicaciones— han sido ocultadas bajo secreto de sumario o declaradas materia clasificada. Es decir: se impide su uso en juicio, lo que a efectos procesales cercena su derecho de defensa. Y, de paso, impide conocer a la ciudadanía las redes de complicidad que cruzan a la Policía, la Guardia Civil, el CNI, grandes empresas del IBEX y medios de comunicación.
¿A qué se teme? A que el relato oficial del Estado de Derecho se derrumbe si se visibiliza que durante décadas altos responsables de la seguridad del Estado actuaron al margen de la ley, con conocimiento o inacción de quienes ocupaban Moncloa y los ministerios.
La cárcel preventiva de Villarejo fue un castigo ejemplarizante. Pero no para hacer justicia, sino para disuadir a otros insiders del sistema. Y lo más grave: los partidos que debieran haber depurado responsabilidades —PSOE y PP— han preferido mirar hacia otro lado. Ambos han hecho uso de esas estructuras informales. Ambos temen lo que aún no se ha filtrado.
La democracia española necesita abrir sus archivos oscuros, revisar las prácticas de los servicios de inteligencia y poner fin a una lógica que considera que “por razones de Estado” se puede vulnerar el Estado de Derecho. Villarejo es el síntoma. Pero la enfermedad sigue activa y protegida por el silencio institucional.