El
colegio milagro que revoluciona la educación en España
El
Joaquim Ruyra desafía todos los dogmas del sistema educativo: está en un barrio
conflictivo, el 92% de los alumnos son extranjeros... y aún así logra mejores
resultados que muchos colegios de élite.
Visitamos sus aulas para descubrir la
receta de su buena educación. El primer mandamiento: "Si hay silencio en
clase es que algo va mal".
Nada más entrar en clase ocurre
algo insólito: nada. El aula de quinto de primaria está
abarrotada pero nadie me presta la más mínima atención. Doy algunos pasos entre
las mesas, me asomo al centro de un grupo de alumnos, pero ninguno
levanta la vista. Me ven, pero me ignoran. En mis tiempos, y en
otros colegios,
cualquier persona, animal o cosa que se manifieste en la puerta de un aula se
convierte de forma instantánea en la mejor escapatoria.
Hace tres meses un
nuevo milagro atrae peregrinos a uno de los barrios más pobres del área
metropolitana de Barcelona. Curiosos, estudiantes de
magisterio, académicos y comitivas institucionales se desplazan semanalmente
hasta La Florida, en L'Hospitalet de Llobregat, para visitar el prodigioso
colegio Joaquim Ruyra.
Yo soy uno de esos peregrinos.
Todo empezó cuando se hicieron
públicos algunos de los resultados de las pruebas de
competencias básicas que realiza la Generalitat. Los datos revelaron
que el
nivel académico de los alumnos de primaria de este centro público está muy por
encima de la media. En algunas materias supera
incluso el de los colegios privados de más prestigio de Cataluña.
Lo llamaron «milagro educativo».
«El 92% de nuestros alumnos son
de origen extranjero y más del 95% reciben una beca de comedor.
Se supone que estos resultados no salen de un barrio como éste. Se supone»,
dice risueño Miquel Charneco, el jefe de estudios. «Todo el mundo nos pregunta
lo mismo», continúa Raquel García, la directora del centro, «que cómo lo
hacemos y que dónde está el truco. Nosotros les decimos que no
hay truco, sólo la medida justa de azúcar, y les invitamos a
verlo».
Durante tres días observaré de cerca
este colegio. Elaboraré una lista de particularidades, una especie de recetario
o cuaderno de rarezas, según se mire.
En
primer lugar,
todas las aulas tienen las puertas abiertas y desde el pasillo
se oye un runrún de voces. Antes de cruzar el umbral de la clase de quinto veo
un niño sikh con el moño tradicional en la frente, una niña negra altísima y un
chaval con cenefas en el cuero cabelludo. De repente me asalta una timidez
infantil. Una clase, o lo que muchos entendemos por ella, es uno de los
espacios más solemnes a los que uno puede enfrentarse. Sin importar la edad, siempre
revive el miedo a ser observado, evaluado.
Los alumnos
de quinto curso están divididos en cuatro grupos. Deben
realizar cuatro actividades distintas de 20 minutos de duración. Éste es el
tiempo que, según el equipo directivo, son capaces de mantener una
concentración óptima. De modo que la clase de matemáticas durará dos horas. Cada
equipo realizará cuatro actividades relacionadas con la asignatura.
Los grupos
interactivos, así se llama este sistema, es como funcionan
aproximadamente el 60% de las horas lectivas en el Joaquim Ruyra.
Como herramientas de apoyo están el
cronómetro digital colgado en la pared y cuatro adultos, uno en
cada conjunto de mesas. «Hoy tenemos dos voluntarios, un lujo», apunta Raquel,
la directora. «Siempre garantizamos que haya al menos dos adultos por clase, el
tutor y un maestro de apoyo, luego jugamos con los voluntarios».
Esta es una de las pocas rebeliones
formales del centro: los maestros de educación especial y del aula de
acogida se integran en la clase ordinaria. «Al segregar a los
alumnos la autoestima bajaba en picado», dice Raquel. «Es como una escuela de
idiomas en la que tus compañeros no saben nada y no quieres hablar con tu
profesor. Les dábamos un cuaderno especial que terminaba sirviendo de excusa
cuando algo les parecía difícil: '¡Profe, es que soy del aula
de acogida!'».
Sadaf es madre voluntaria, procede de
Pakistán y hace 17 años que vive en el barrio. Se pasea alrededor de su grupo
con un sari perfumado, mirada exigente y los brazos cruzados. «En
este colegio puedes saber qué hacen los niños en clase. ¿Cuántos padres lo
saben realmente?». Madre y tía de varios alumnos del Joaquim
Ruyra, viene cada semana. «A otras familias de mi país les gusta que venga, y a
mí también».
El
alboroto que arma el grupo de Sadaf es considerable. Ella da pequeños toques en
el culo a los estudiantes para que se sienten, pero es complicado. Los
chavales están absorbidos por batallas de cálculo mental. Por
parejas, y con una tableta electrónica como tablero, los estudiantes juegan a
ver quién pulsa antes el resultado correcto de una operación matemática. La
concentración es total, están en una burbuja. Al final de la partida, el
ganador lo celebra y el perdedor mira el cronómetro y pide la revancha. A
pesar del vocerío, en ningún momento el aula se descontrola:
«Nadie se estresa porque saben que pasarán por todas las actividades», dice la
directora. La actividad de matemáticas es un juego de mesa.
Javier, de pelo cano, hace de trilero
en el grupo de al lado. Es padre de dos alumnos del colegio y viene
desde que está en paro: «Vamos a complicarlo un poquito. Hay
que asegurar que el camión rojo pueda salir». Javier orquesta un ejercicio de
geometría espacial. Los alumnos deben conseguir que el camión rojo salga del
parking moviendo otros coches de lugar. «Ahora tú, Jasmín», le dice una niña a
otra. «Así, entre todos. ¡Sois unos cracks!». Javier se levanta y propone un
choque de manos, y los estudiantes responden felices.
«Nosotros estamos sabiendo lo que
pesa un boli», cuenta Mohamed, ajustándose las gafas al entrecejo. En su grupo
tratan de adivinar el gramaje de varios objetos y luego lo comprueban con una
balanza de las de pesos. Hace tres años que Mohamed viene a este colegio: «El
profesor de mi anterior escuela no era bondadoso, nos ponía a
mi amigo y a mí en dos esquinas de la clase y estábamos muy distanciados. Yo
solo quería ayudarle porque es mi amigo».
Sin pretenderlo, Mohamed acaba de
señalar una de las claves del Joaquim Ruyra: el aprendizaje dialógico.
«Si no entiendes un ejercicio, ¿quién te lo va a explicar mejor?», me pregunta
la directora. «¿El profesor, el libro, o un compañero? Siempre es mejor que te
lo explique un igual. Por eso aquí funcionamos al revés: si
hay silencio en clase es que algo va mal».
Hago recuento. En mi lista de
particularidades están las puertas abiertas, la charla como método y un
ambiente parecido al de un club de juegos de mesa, concentrado
y relajado a partes iguales. Además, las paredes están llenas de chuletas,
«referentes» que crean los alumnos y que les ayudan a retener trucos de
decimales y acentos. Para Mohamed, esta escuela es como su casa:
«Solo que en vez de hacer lo que yo quiero, tengo que hacer cosas que me piden.
Y esas cosas son divertidas».
A última hora una
escena insólita ingresa en la lista. Mientras la maestra de
segundo se dirige a los alumnos, otro maestro irrumpe y pregunta a viva voz:
«¿Cómo se dice luciérnaga
en catalán?». «Cuca
de llum», dice ella, «¡cuca de llum!»,
corean todos. «¡Uau! No lo sabía, muchas gracias».
Miquel,
el jefe de estudios, aprovecha para comentar que «la clase magistral está
obsoleta», y que lo que acabo de ver es otra estrategia del
colegio. «Evidenciamos a propósito nuestro desconocimiento y la búsqueda de
soluciones.
Antes los profesores eran eruditos que leían más que el resto de la población.
Quedaba muy mal hacerle según qué preguntas o demostrar desconocimiento. Ahora
estamos en la sociedad de la información».
Miquel asegura que alguna vez ha
sacado el móvil en clase para buscar algo, a modo de diccionario o de
enciclopedia. «¿Por qué no?». Me quedo pensativa y anoto la siguiente ecuación:
«No
saber -> vergüenza -> no aprender. ¿Cuántas veces nos pasa?».
Hace una década que este colegio,
construido en 1974, tenía que haberse tirado abajo.
La crisis provocó la suspensión del nuevo proyecto arquitectónico y el viejo
edificio sigue entre la vía, los Bloques Florida y los coches patrulla de los
Mossos, que casi forman parte del paisaje del barrio. Los bloques son viviendas
sociales levantadas durante el franquismo. Hasta el cambio de siglo, estuvieron
habitadas mayoritariamente por familias gitanas.
«En el año 2000 teníamos 15 chavales
de origen extranjero; en 2016 el porcentaje se invirtió y ahora
tenemos 15 nacionales, uno o dos por clase», dice Raquel. Pero
el cambio demográfico no fue el detonante de la transformación del centro, sino
la movilidad de los alumnos. «Si haces una foto al principio de curso y al
final, no parece la misma clase. Tenemos una movilidad del 40%. A esto lo
llaman escuela
autobús, los alumnos entran y salen».
Los
desahucios, los cambios de domicilio y el retorno al país de origen son los
motivos más habituales. «Muchas familias vuelven porque aquí
les va mal», cuenta Miquel mientras recorta unos papeles diminutos en la sala
de profesores. «Es lo que tenemos y con eso trabajamos», zanja la directora con
un optimismo marcial, sorbiendo un vaso de agua. «Buscamos la excelencia, la
buena convivencia y la integración. Las quejas, fuera». Luis,
tutor de sexto, comenta: «Tengo amigos policías que me dicen que este colegio
es un oasis. La Florida es uno de los barrios más conflictivos de Barcelona».
Hace
poco menos de una década, Raquel y Miquel iniciaron un curso de formación de un
año con un asesor del Departamento de Educación de la Generalitat. Al
finalizarlo supieron que el sistema con el que soñaban existía y tenía nombre: comunidad
de aprendizaje. Están tan entusiasmados que se pisan al hablar.
Se convierten en alumnos revoltosos e impacientes por contar lo que saben sobre
este método de enseñanza.
«El secreto de los nórdicos es que los
maestros trabajan como médicos. Es decir, leen estudios y
revistas científicas», dice Miquel. «Mira, en educación se estila mucho el
postureo», corta ella. «Pongo un sofá de Ikea, dejo que entren a clase a su
ritmo y hala, ya soy innovador. No va de eso. Nosotros nos basamos en evidencias,
no en ocurrencias». Miquel remata: «No quieres que tu dentista
te saque una muela con un método de hace 30 años. Quieres lo más moderno y que
esté avalado por la ciencia».
El jefe de estudios termina de
recortar los misteriosos papelitos y me pide que le acompañe. «¡Bieeeen!», se
oyen gritos de eureka.
Cinco niñas de tercero están de pie alrededor del grupo de mesas, observando
con fascinación el movimiento de una mariquita amarilla. La
mariquita es un robot. «¿Cómo funciona?», pregunto. «Tenemos
que decir las partes del sistema respiratorio por como entra el aire, y decirle
a la mariquita que vaya», responde Jenifer. Sobre la mesa hay un tablero
transparente fabricado por el equipo de profesores. Las cuadrículas pueden
llenarse con cualquier cosa, como fichas con términos del sistema respiratorio.
«¿Qué
viene después de los pulmones?», pregunta Marta a su compañera
Azra. «¡Los
bronquios!», contesta ella. Azra mueve los dedos sobre el lomo
de la mariquita y pulsa las coordenadas para que avance sobre las casillas:
«Un, dos, tres, giro a la derecha, uno y dos», dice con un dedo sobre los
labios. Cuando Azra aprieta OK, el robot se mueve lentamente hacia donde los
bronquios, y si el cálculo es correcto,«¡bieeeeen!».
En este colegio se
utilizan libros convencionales, pero también recursos digitales, objetos
manipulables y debates. La mariquita me parece un insecto
educativo fascinante. Consigue que los alumnos aprendan la lección de
naturales, a calcular y programar, también practican la expresión oral y se
estimulan mutuamente. Aunque hay liderazgos, todas las niñas se sienten
parte del grupo.
El colegio Joaquim Ruyra será
innovador, pero desde luego no es hippie según la
acepción anárquica del término. Se parece más a un reloj
suizo. De hecho, los papelitos que Miquel reparte entre los
profesores son horarios de bolsillo. «Es mi sudoku. Cada semana hacemos un
esfuerzo muy grande para gestionar los recursos humanos y ahorrar.
Tenemos robots, pero porque fabricamos muchos materiales. ¡Nuestros ordenadores
son donativos que llegaron desde Madrid!».
Por
un error administrativo, el Joaquim Ruyra cuenta con cinco profesores
menos de los que le tocarían. «Somos la única escuela del
barrio que no está calificada como de máxima complejidad. Llevamos tres años
quejándonos al Departament. Con esos refuerzos haríamos virguerías».
Durante la última evaluación externa
de sexto de primaria que realiza la Generalitat, el porcentaje de estudiantes
del Joaquim Ruyra con nivel alto sobrepasó con creces la media catalana.
Según datos del Departament d'Ensenyament, un 55,2% de los alumnos este centro
tienen un nivel alto de catalán, cuando la media de nivel alto en esta
asignatura es del 25%. En lengua castellana, los alumnos con nivel alto del
Ruyra llegan al 39,3% (la media es de 20,8%). En inglés, el 32,1% contra 24% y
en matemáticas se alcanza un porcentaje prodigioso (un 58,7% contra un 30,6% de
media).
Carme Ortoll, Directora General de
Educación Infantil y Primaria de la Generalitat, dice que las comunidades de
aprendizaje catalanas mantienen sus resultados académicos, y que algunas, como
el Joaquim Ruyra, mejoran en algunas competencias: «En matemáticas es donde la
mejora es más evidente».
Joaquim Prats, catedrático de
Didáctica de las Ciencias Sociales en la Universidad de Barcelona, opina que este
centro es atípico: «Visito muchos colegios y para mí ha sido
especialmente llamativo. Los resultados del Ruyra deberían ubicarse en el lado
bajo de la tabla y se sitúan donde están los colegios de las familias bien de
Barcelona».
Prats, que también es ex presidente
del Consejo Superior de Evaluación del Sistema Educativo de Cataluña, cree que
el Joaquim Ruyra refuta una teoría consolidada en el mundo educativo, a saber:
en los resultados académicos de un niño pesa más la familia que la escuela. «No
creo que un colegio pueda imitarse, pero sí creo que deberíamos aprender de
éste», dice Prats. «Sobre todo los centros con dificultades
donde los maestros ya se han resignado».
Más rarezas para mi lista: en
este colegio adoran las inspecciones y los exámenes. «Puede
parecer extraño, pero la evaluación es fundamental para nosotros», comenta
Raquel. Aunque «no son disidentes» y ponen las notas que manda la
Administración, también han instaurado una evaluación interna
«que es la que los niños viven». Al parecer estos exámenes propios se viven
como premios, porque es cuando los alumnos son evaluados individualmente. «Después
de muchos grupos interactivos, toca medir los niveles de competencias. Uno debe
de ser consciente de su propio proceso de aprendizaje».
Último
día. En la clase de quinto, un grupo de niños trabaja para
calcular el área de un triángulo. La escena recuerda a los
boxes de la Fórmula 1. Uno escribe en la pizarra blanca, otro señala un folio,
otro borra con un trapo los cálculos antiguos. Actúan con pasión y velocidad,
se dan órdenes matemáticas, como si tuvieran que ganar una carrera.
El cronómetro marca ocho minutos.
Cuando terminan con éxito la
operación, Chirine, la niña que escribe en la pizarra, define su colegio: «Este
cole tiene una forma expertísima de trabajar, que es interactuar y ayudar a los
otros. Antes éramos solitarios. Aquí podemos ayudar hasta a
los padres, porque a lo mejor sabemos cosas que ellos ya han olvidado».
El milagro del Joaquim Ruyra no sería
posible sin una realidad que no tiene que ver con notas ni rendimientos. Han
conseguido que muchos padres hagan de voluntarios en los grupos
interactivos (un 25% de los voluntarios son familiares directos, unos 100). Pero
sobre todo han
conseguido que en el barrio sientan que la escuela les pertenece, que no sean
tímidos ni se sientan evaluados al cruzar el umbral de la
puerta del aula.
«Siempre hemos visto al profesor
como un mini demonio. Pensábamos que eran enemigos, y en
realidad podemos hablar con ellos aunque tengan una carrera y nosotros nada».
Maica es una de las voluntarias más conocidas del colegio. Su familia, que es
«mezcla» pero siempre ha vivido con los gitanos, nunca se llevó bien con los
maestros de la anterior escuela de su hijo Vicente, que era concertada por falta
de plazas en la pública: «Tenía problemas. Al menos ahora lo
que aprende, lo entiende».
Jubilados, vecinos y jóvenes ex
alumnos entran y salen del vestíbulo del colegio con naturalidad, como si fuera
una plaza. Se
quedan el rato que les viene bien. «Nunca podemos decir a un
voluntario que hoy no le necesitamos, porque si no, no vuelve. Tampoco hay
requisitos ni un perfil», asegura Raquel. De hecho, hay voluntarios que son ex
toxicómanos y analfabetos.
¿Qué pasa si, por ejemplo, un
voluntario no sabe dividir? Raquel tiene una respuesta para aquellos que dudan,
que al principio son muchos: «¿Tú le dices a tu niño que no
haga los deberes en tu casa porque no te acuerdas de dividir? No, le preparas
un sitio tranquilo y vigilas que lo haga limpio, te aseguras de
que trabaje. Eso es dinamizar». ¿Y si un voluntario se equivoca al enseñar una
lección? «¡Mejor!», batea Raquel. «Los niños se matan para
argumentar su postura. En ese momento, la lección hace ¡clac!,
no la olvidan jamás, la asimilan para siempre». Maica lo confirma: «¿Que me he
equivocado? Ellos se motivan y a mí me va bien».
Paulatinamente,
las interacciones entre la gente del barrio y los alumnos dentro del aula
generan una especie de transformación social por un efecto espejo. Primero
la escuela se abre a los padres, después la gente la hace suya y luego el
barrio termina autoeducándose. De alguna forma, muchos
voluntarios cambian la percepción de sí mismos.
Maica, por ejemplo, se
siente mejor desde que es voluntaria: «Veo que puedo ayudar en
otras cosas. Antes pasaba más, ahora en el barrio me conoce todo el mundo».
María del Mar, con los ojos un poco llorosos, lo toma casi como una terapia:
«Los niños te amansan un montón. El día a día es duro, estás quemadita, pero
vienes aquí y todo cambia, ves que eres importante para ellos. Y los directores
dan ternura, aquí dan ternura». Raquel sintetiza: «Para la convivencia en el
barrio, este colegio es más efectivo que 20 lecheras de los Mossos.
Algunos voluntarios no cambian su conducta en la calle si ven un coche de la
policía, pero si ven a los niños, sí. No les decimos que son referentes, lo ven
ellos mismos».
Los prejuicios y los roles también se
debilitan. Un ejemplo ocurrió hace poco. Dimitri, un joven ex alumno que ahora
va al instituto, se presentó para hacer de voluntario varios días seguidos,
hasta que se confesó: «Profe, es que me han echado».
«Lo habían expulsado. En vez de irse a fumar al parque, viene y se pone en
serio», dice Miquel.
Esto es precioso, le digo al jefe de estudios.
«Un milagro, ¿no?», contesta él. «Tenemos muchos conflictos, pero los
solucionamos de la misma forma que les exigimos a los alumnos, con diálogo
igualitario. Yo no puedo expulsar a tu hijo diciéndote que ha
cometido tres faltas y que ésa es la normativa. Las familias saben que estamos
aquí para ayudarles, por eso ellos también están. ¡Incluso nos traen las cartas
del banco o de Hacienda!».
Enric es maestro jubilado. Durante 40
años ha enseñado en la escuela pública de L'Hospitalet y ahora es voluntario
del Joaquim Ruyra. Se toma su tiempo para decir qué diferencia a este centro de
otros. «Esto nunca se reconoce, pero diré la paz social.
Este colegio aporta tranquilidad».
El
Joaquim Ruyra, en realidad, no parece un colegio.
No he visto ningún empujón, colleja o burla; tampoco se percibe esa fuerza de
contención que impera en muchos centros. De hecho, cuando suena el timbre que
anuncia la hora del patio, los de quinto ni se inmutan, quieren
terminar de valorar la actividad con su tutor. En el pasillo no hay hordas
saliendo en tropel.
Dijo Raquel que se trataba de la
cantidad justa de azúcar. Precisamente, la sensación es la de estar
en una gran fábrica de chocolate donde todo funciona con unas
normas estrictas que todos siguen por su propio placer. Los alumnos son
receptores y reproductores de un método que entienden y disfrutan. «Cualquiera
que se sienta mal en otro colegio puede venir, les gustaría hasta dormir aquí.
Para mí esta escuela es como Marruecos, donde siempre voy y vuelvo», dice
Chirine.
Según la web de las comunidades de
aprendizaje, en España hay 209 centros que siguen este
sistema, con especial éxito en Andalucía, Castilla-La Mancha y
en Cataluña, donde cada año de dos a tres centros educativos se suman. «Yo estoy
enamorado de esto. Creo que este sistema podría cambiar la
educación de todo el país, también la universidad», dice Luis,
tutor de sexto. «Funciona en favelas de Brasil y en escuelas de élite de EEUU y
del País Vasco. No depende de los recursos».
Pero no todo el sector educativo
opina lo mismo. Cuando
se publicaron los resultados que trajeron la fama a este colegio, arreciaron
las críticas. «En el foro de la USTEC, el sindicato de
Ensenyament, lo cuestionaban todo. Decían que teníamos más maestros y menos
alumnos, lo cual no sólo es falso, sino que es al revés: tenemos menos
profesores de los que nos tocarían y una ratio de 25-36 alumnos por clase.
Todos callaban cuando les decía que vinieran a verlo», dice Luis.
Las comunidades de aprendizaje han
sido avaladas por la Comisión Europea a través del proyecto
Includ-ED, y se han publicado estudios sobre ellas en revistas de Cambridge y
Harvard, pero hay quien duda de que la base científica a la que aluden sus
promotores sea tan evidente. El catedrático de Sociología Mariano Fernández
Enguita cree que los procedimientos de investigación de los grupos académicos
que las defienden, como el CREA, son superficiales y sesgados. Luis
cree que el rechazo viene del miedo: «Hay muchos profesionales
que no están dispuestos a salir de su zona de confort y prefieren no romper con
los patrones y dogmas. Es desconocimiento y es miedo. Y te voy a ser sincero:
esto implica mucho trabajo. En vez de preparar una clase,
tienes que diseñar cuatro actividades de 20 minutos».
Más allá del escepticismo y las
críticas que las comunidades de aprendizaje puedan generar, es pertinente
preguntarse quiénes
pueden verse amenazados por un colegio de élite ubicado en medio de un polvorín,
un gueto, tal como lo llaman algunos de sus vecinos.
Miquel y Raquel se despiden invitando
a los lectores a visitar el centro: «Eso sí, tendrán que hacer de
voluntarios», dice el jefe de estudios con el dedo en alto, y
añade una última reflexión: «Lo que nos obsesiona no es enseñar, sino que los
alumnos aprendan. No es lo mismo, si lo piensas bien».
Para ser un milagro, del Joaquim
Ruyra se
sale creyendo menos en lo divino que en lo humano.
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