Desde hace años, sociólogos, antropólogos
o psicólogos vienen advirtiendo una cierta infantilización de la sociedad
postindustrial. La media de edad aumenta incesantemente, la población
envejece, pero los rasgos adolescentes permanecen en una porción significativa
de sujetos adultos. La juventud se ha convertido en icono de culto, objeto de
incesante alabanza, de veneración. Lo grave no es que la gente intente
aparentar juventud física, recurra en exceso a la cirugía estética, a los
implantes capilares. Es más preocupante que un creciente porcentaje de adultos
se afane en el cultivo consciente de su propia inmadurez. No son los jóvenes
quienes imitan la conducta de los adultos sino al revés. La experiencia, el
conocimiento que proporciona la edad no es ya virtud sino rémora, un lastre del
que desprenderse a toda costa. It's so hard to get
old without a cause. Youth is like diamonds in the sun, and diamonds are forever.
Marcel Danesi, profesor de antropología
y autor del libro "Forever Young", describe este síndrome
colectivo: la adolescencia se extiende hoy hasta edades muy avanzadas,
generando una sociedad inmadura, unos sujetos que exigen cada vez más de la
vida pero entienden cada vez menos el mundo que los rodea. La opinión pública
tiende a considerar la inmadurez deseable, incluso normal para un adulto. Como
resultado, cunde una sensación de inutilidad, de profunda distorsión:
quienes toman las decisiones cruciales suelen ser individuos con valores
adolescentes. Va desapareciendo la cultura del pensamiento, de la reflexión,
del entendimiento y es sustituida por el impulso, la búsqueda de la
satisfacción instantánea.
El discurso político se simplifica,
dogmatiza, se agota en sí mismo, se limita a meras consignas, sencillas
estampas.
Pierde la complejidad que correspondería a un electorado adulto. En
concordancia con la visión adolescente del mundo, no se exige en los líderes
políticos ideas, capacidad de elaboración, sino belleza, atractivo, tópicos,
divertidas frases, una imagen que conecte con un electorado envejecido en edad
pero muy rejuvenecido en mentalidad. Se explica así que el
"adolescente" José Luis Rodríguez Zapatero pudiese ganar dos
elecciones consecutivas en España, ayudado por la inanidad de su oponente, Mariano
Rajoy.
Ubres y glúteos por encima de la opinión
razonada
Los nuevos tiempos son testigos de la
preponderancia de los rasgos infantiles sobre los maduros. La impulsividad, los
instintos, dominan a la reflexión; el placer a corto plazo a la búsqueda del
horizonte. Los derechos, o privilegios, imperan sobre los denostados
deberes, esas pesadas obligaciones de un adulto. La inclinación a la
protesta, al pataleo, domina a la auto superación. Y la imagen se antepone al
mérito y el esfuerzo.
Los medios de comunicación actúan en
consecuencia: incluso la prensa más seria promociona el cotilleo más obsceno,
el chascarrillo, el escándalo, esas noticias que hacen las delicias del
público con mentalidad adolescente. Resulta preocupante la fuerte deriva
hacia el puro entretenimiento, la mera diversión, en detrimento de la
información y análisis rigurosos. La preponderancia de ubres y glúteos
sobre la opinión razonada.
El creciente infantilismo fomenta la
difusión de miedos, esos temores inventados o exagerados que generan los
reflejos distorsionados de la calle en la oscuridad de la habitación. Surge
una "sociedad del miedo", tremendamente conservadora, que
en el cambio ve peligros, no oportunidades. Una colectividad asustadiza,
víctima fácil del terrorismo internacional. Nunca fue el mundo tan seguro como
en el presente; pero nunca el ciudadano medio vivió tan aterrado. Ni el
intelectual tan temeroso de escribir lo que realmente ocurre. Una sociedad
bastante cobarde, insegura, que se asusta de su sombra, de lo que come o
respira, que siente pánico ante noticias que, por definición, no son más que
excepciones. Prueba de ello es la creciente atracción por el milenarismo: igual
que en la Edad Media, los predicadores del apocalipsis ejercen una singular
fascinación, aunque sólo pretendan llenarse los bolsillos.
El populismo, culminación del infantilismo
Muchos olvidan que la madurez consiste
básicamente en la adquisición de juicio para distinguir el bien del mal, la
formación de los propios principios y, sobre todo, la disposición a aceptar
responsabilidades. Y que los dirigentes han contribuido con todas sus
fuerzas a diluir o difuminar la responsabilidad individual. A sumir al
ciudadano poco avisado en una adolescencia permanente. El Estado
paternalista aseguró al súbdito que resolvería hasta la más mínima de sus
dificultades a cambio de renunciar al pensamiento crítico, de delegar en los
dirigentes todas las decisiones. Fue la promesa de una interminable infancia
despreocupada y feliz.
La mentalidad infantil encaja muy bien en la
sociedad compuesta por grupos de intereses, que tan magistralmente describió Mancur
Olson. Unas facciones que actúan como pandillas de adolescentes en entornos
donde escasea la responsabilidad, donde el grito, la pataleta, el alboroto, son
vías mucho más eficaces para conseguir ventajas que el mérito y el esfuerzo. Un
marco, como el español, donde predomina quien más vocifera,
"reivindica", apabulla. O tiene más amigos, mejores contactos.
Raramente quién aporta razones más profundas.
El populismo constituye la fase final, el
perfeccionamiento del proceso de infantilización, la cosecha definitiva de
esas semillas sembradas concienzudamente por los dirigentes del Régimen del 78.
No es tan significativa la estética quiceañera como el discurso arbitrista,
empachado de "lo público", proclive al reparto de prebendas, tendente
a eliminar los restos de responsabilidad individual. Líderes adolescentes y
caprichosos para una sociedad infantil, anestesiada, entretenida con los
juguetes que los de arriba dejan caer a voluntad. Lo de siempre... corregido y
aumentado.
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