La ve uno venir y se pone en lo peor.
Menuda como una ardilla, pelo corto, paso decidido y cara de mala leche. Este
espécimen –de una idiosincrasia especial– reúne como abogada una serie de
características que la hacen temible para el incauto varón –en trámites de
divorcio– que comete la imprudencia de pleitear contra su cliente y cae atrapado
en sus redes.
Son muchas las cualidades que la
adornan: hábil como un espadachín, astuta como una raposa, fanática como un
muyahidín, manipuladora como un político, mentirosa profesional –su pericia
mintiendo es pasmosa; retuerce la verdad hasta estrangularla negando sin sonrojo
la evidencia más palmaria–, junto a su carencia de escrúpulos hacen que nuestra
protagonista sea más peligrosa que la estricnina. Letal como la mordedura de una
mamba negra.
A esas excepcionales habilidades se
añade la impunidad que le otorga el ecosistema judicial, dónde se desenvuelve
como pez en el agua, más pendiente –el ecosistema, digo–, de la corrección
política y los titulares de prensa –ya saben, todo eso de la violencia machista,
el malvado sistema patriarcal, la necesaria discriminación positiva hacia la
mujer, víctima de siglos de humillación masculina, etcétera– que de impartir
justicia con independencia de la condición social, el sexo, la raza o religión
de los justiciables. Algo que proclama la Constitución y que se incumple
diariamente en los juzgados. Algo sólo posible porque existen leyes inicuas
–inconstitucionales, pero aprobadas por unanimidad en el Parlamento–como la
llamada ley integral de medidas contra la “violencia de género” que crucifica al
varón antes de que abra el pico, condenándole a priori por el hecho de serlo. Y
en esas estamos.
Cuando la feminista se pone la toga
–nueva sacerdotisa progre en un mundo descreído y materialista– pontifica sobre
todo lo humano y lo divino; la familia, el municipio y el sindicato. La osadía y
el descaro de esta procaz vividora del derecho y del dolor ajeno se aúnan bajo
su ropón para tratar de imponer –a muchos años luz de la razón, el sentido común
y la prudencia más elemental– sus criterios totalitarios en asuntos morales y
éticos, como la libertad individual, el amor y el matrimonio, las relaciones
familiares o el cuidado y la educación –incluso sexual– de los hijos. De los
demás, naturalmente.
Lo malo es que esta individua, con la
colaboración necesaria de tantos jueces y fiscales –atrincherados valerosamente
en la ley contra la “violencia machista”– y la complicidad de esos entes
absolutamente sectarios y perfectamente prescindibles llamados equipos
psicosociales –con quienes nuestra feminista vive en amigable simbiosis–, suele
conseguir sus propósitos.
Al menos frente al común de los
mortales. Varones, faltaría más. Por ejemplo, que jamás de los jamases se
conceda al padre la custodia de sus hijos, llave maestra en nuestro inefable
derecho de familia para tener, de rebote, el usufructo de la vivienda familiar:
hasta ahí podríamos llegar, mire usted. Ni tampoco la custodia compartida, el
reparto equitativo de las cargas familiares tras el divorcio y que ambos, padre
y madre, se turnen en el cuidado y educación de sus hijos y, ojo al parche, en
el uso de la vivienda familiar. Justicia cuasi divina sólo al alcance -como dice
mi amigo Paco– de los afortunados varones que puedan pagársela. Por ejemplo: el
ex de Lidia Bosch. O sea.
Con todo, lo más desvergonzado,
abyecto, despreciable, criminal, depravado y ruin de nuestro personaje –entre
otros calificativos que me callo– es que para lograr sus fines, todo vale. O
sea, que el fin justifica los medios –cualquier medio– por mucho que sea
incompatible con un estado de derecho. Pertrechada con sus mortíferas armas,
utilizando como ariete su descomunal falta de escrúpulos y la mentira más
procaz, arremete contra el ingenuo varón objeto de sus iras, que no acaba de
creerse lo que se le viene encima. Así, por falso que sea, puede recomendar a su
cliente que denuncie a su ex por maltrato:
– Eso acelerará muchísimo el
procedimiento, Fulanita. Lo pondremos contra las cuerdas. Lo detienen, lo meten
en el calabozo, le abren diligencias previas urgentes y obtenemos, además, una
ventaja decisiva en la pole position judicial –le dice con aire triunfal a su
cliente–Y si vienen mal dadas y no cuela, pero sigue empeñado en pedir la
custodia de tus hijos o la custodia compartida, pongamos por caso, pues lo
acusamos de abusos sexuales a tus niños. Y punto pelota. Que le vayan dando:
para eso es tío, mal padre, maltratador y pederasta. Y además ya sabes que como
mujer tu palabra es ley, y él es un pringao que tiene que demostrar su
inocencia, que para eso hemos aprobado la ley integral de medidas contra la
violencia machista. Que no te enteras, contreras.
Y así se escribe la historia. Y al
pringao se le destruye la vida. Se queda en la puta calle –eso si no ingresa en
prisión–, viéndolas venir, con una mano delante y otra detrás, en la ruina moral
y económica, humillado y estigmatizado socialmente –a veces incluso pierde el
trabajo– y lo que es peor, apartado de sus hijos. O si tiene suerte, viéndolos
los martes y jueves de 5 a 8 y los fines de semana alternos. Y si no, los
sábados de 11 a 13 en un punto de encuentro familiar: un cuartito tipo bis a
bis, con rejas en las ventanas y cristales esmerilados, donde un fulano, o una
fulana –a veces van en pareja– lápiz y papel en ristre, fiscaliza la entrevista
con sus hijos y hasta decide sobre lo que puede o no hablar con ellos –a la
madre ni mentarla ¿estamos?– Con todo el morro, que para eso lo ha ordenado el
juez. Peor que si fuera un criminal. ¿Se imaginan algo más triste, más doloroso
y humillante para un padre? O para un hijo.
Pues así son las cosas. Otra vez la
España negra de la Inquisición, la delación y la puñalada trapera: 400 varones
–víctimas de denuncias falsas en su mayoría– entran al trullo cada día sin más
trámite que la denuncia de sus santas. O sea 150.000 al año. Más de un millón
desde que entró en vigor, hace 7 años, la ley integral de etcétera. Absueltos,
después del correspondiente juicio sumarísimo –procedimiento urgente, lo
llaman–. Pero el daño brutal, irreparable, ya está hecho. Marcados social y
judicialmente, todavía la feminista de marras tiene la jeta de seguir afirmando,
mientras el juez oye el canto de los mirlos, que el pringao es un machista y un
maltratador. Lo que pasa es que no se ha podido probar. Y se queda tan fresca:
toma estado de derecho, presunción de inocencia y garantías jurídicas, María de
las Angustias.
Y al fondo, como coartada, las mujeres
asesinadas por sus parejas masculinas. Es cierto que unos pocos perturbados,
enloquecidos –o grandísimos hijos de puta, que también los hay– matan a sus
mujeres. Como otros –y otras– tan hijos de puta como los anteriores matan a sus
maridos, a sus vecinos, a sus hermanos o hasta la madre que los parió por odio,
celos, una linde, la herencia de la abuela o una discusión de tráfico. O por
puro y simple instinto bestial. O por una apuesta. Criminales abyectos cuyas
conductas –que no sus autores, ojo al dato–, están tipificadas y castigadas en
el código penal. Desde lo de Puerto Urraco, al asesino de la katana, la dulce
Neus o los asesinos de Marta del Castillo, Marilúz o Sandra Palo. Pero esa es
otra historia, nada que ver con la inventada “violencia de género”. En
equipararlas y confundirlas radica la perversa trampa
feminista.
Antonio Cabrera
Salamanca
|