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sábado, 19 de mayo de 2012

La abogada feminista





La ve uno venir y se pone en lo peor. Menuda como una ardilla, pelo corto, paso decidido y cara de mala leche. Este espécimen –de una idiosincrasia especial– reúne como abogada una serie de características que la hacen temible para el incauto varón –en trámites de divorcio– que comete la imprudencia de pleitear contra su cliente y cae atrapado en sus redes.

Son muchas las cualidades que la adornan: hábil como un espadachín, astuta como una raposa, fanática como un muyahidín, manipuladora como un político, mentirosa profesional –su pericia mintiendo es pasmosa; retuerce la verdad hasta estrangularla negando sin sonrojo la evidencia más palmaria–, junto a su carencia de escrúpulos hacen que nuestra protagonista sea más peligrosa que la estricnina. Letal como la mordedura de una mamba negra.

A esas excepcionales habilidades se añade la impunidad que le otorga el ecosistema judicial, dónde se desenvuelve como pez en el agua, más pendiente –el ecosistema, digo–, de la corrección política y los titulares de prensa –ya saben, todo eso de la violencia machista, el malvado sistema patriarcal, la necesaria discriminación positiva hacia la mujer, víctima de siglos de humillación masculina, etcétera– que de impartir justicia con independencia de la condición social, el sexo, la raza o religión de los justiciables. Algo que proclama la Constitución y que se incumple diariamente en los juzgados. Algo sólo posible porque existen leyes inicuas –inconstitucionales, pero aprobadas por unanimidad en el Parlamento–como la llamada ley integral de medidas contra la “violencia de género” que crucifica al varón antes de que abra el pico, condenándole a priori por el hecho de serlo. Y en esas estamos.

Cuando la feminista se pone la toga –nueva sacerdotisa progre en un mundo descreído y materialista– pontifica sobre todo lo humano y lo divino; la familia, el municipio y el sindicato. La osadía y el descaro de esta procaz vividora del derecho y del dolor ajeno se aúnan bajo su ropón para tratar de imponer –a muchos años luz de la razón, el sentido común y la prudencia más elemental– sus criterios totalitarios en asuntos morales y éticos, como la libertad individual, el amor y el matrimonio, las relaciones familiares o el cuidado y la educación –incluso sexual– de los hijos. De los demás, naturalmente.

Lo malo es que esta individua, con la colaboración necesaria de tantos jueces y fiscales –atrincherados valerosamente en la ley contra la “violencia machista”– y la complicidad de esos entes absolutamente sectarios y perfectamente prescindibles llamados equipos psicosociales –con quienes nuestra feminista vive en amigable simbiosis–, suele conseguir sus propósitos.

Al menos frente al común de los mortales. Varones, faltaría más. Por ejemplo, que jamás de los jamases se conceda al padre la custodia de sus hijos, llave maestra en nuestro inefable derecho de familia para tener, de rebote, el usufructo de la vivienda familiar: hasta ahí podríamos llegar, mire usted. Ni tampoco la custodia compartida, el reparto equitativo de las cargas familiares tras el divorcio y que ambos, padre y madre, se turnen en el cuidado y educación de sus hijos y, ojo al parche, en el uso de la vivienda familiar. Justicia cuasi divina sólo al alcance -como dice mi amigo Paco– de los afortunados varones que puedan pagársela. Por ejemplo: el ex de Lidia Bosch. O sea.

Con todo, lo más desvergonzado, abyecto, despreciable, criminal, depravado y ruin de nuestro personaje –entre otros calificativos que me callo– es que para lograr sus fines, todo vale. O sea, que el fin justifica los medios –cualquier medio– por mucho que sea incompatible con un estado de derecho. Pertrechada con sus mortíferas armas, utilizando como ariete su descomunal falta de escrúpulos y la mentira más procaz, arremete contra el ingenuo varón objeto de sus iras, que no acaba de creerse lo que se le viene encima. Así, por falso que sea, puede recomendar a su cliente que denuncie a su ex por maltrato:

– Eso acelerará muchísimo el procedimiento, Fulanita. Lo pondremos contra las cuerdas. Lo detienen, lo meten en el calabozo, le abren diligencias previas urgentes y obtenemos, además, una ventaja decisiva en la pole position judicial –le dice con aire triunfal a su cliente–Y si vienen mal dadas y no cuela, pero sigue empeñado en pedir la custodia de tus hijos o la custodia compartida, pongamos por caso, pues lo acusamos de abusos sexuales a tus niños. Y punto pelota. Que le vayan dando: para eso es tío, mal padre, maltratador y pederasta. Y además ya sabes que como mujer tu palabra es ley, y él es un pringao que tiene que demostrar su inocencia, que para eso hemos aprobado la ley integral de medidas contra la violencia machista. Que no te enteras, contreras.

Y así se escribe la historia. Y al pringao se le destruye la vida. Se queda en la puta calle –eso si no ingresa en prisión–, viéndolas venir, con una mano delante y otra detrás, en la ruina moral y económica, humillado y estigmatizado socialmente –a veces incluso pierde el trabajo– y lo que es peor, apartado de sus hijos. O si tiene suerte, viéndolos los martes y jueves de 5 a 8 y los fines de semana alternos. Y si no, los sábados de 11 a 13 en un punto de encuentro familiar: un cuartito tipo bis a bis, con rejas en las ventanas y cristales esmerilados, donde un fulano, o una fulana –a veces van en pareja– lápiz y papel en ristre, fiscaliza la entrevista con sus hijos y hasta decide sobre lo que puede o no hablar con ellos –a la madre ni mentarla ¿estamos?– Con todo el morro, que para eso lo ha ordenado el juez. Peor que si fuera un criminal. ¿Se imaginan algo más triste, más doloroso y humillante para un padre? O para un hijo.

Pues así son las cosas. Otra vez la España negra de la Inquisición, la delación y la puñalada trapera: 400 varones –víctimas de denuncias falsas en su mayoría– entran al trullo cada día sin más trámite que la denuncia de sus santas. O sea 150.000 al año. Más de un millón desde que entró en vigor, hace 7 años, la ley integral de etcétera. Absueltos, después del correspondiente juicio sumarísimo –procedimiento urgente, lo llaman–. Pero el daño brutal, irreparable, ya está hecho. Marcados social y judicialmente, todavía la feminista de marras tiene la jeta de seguir afirmando, mientras el juez oye el canto de los mirlos, que el pringao es un machista y un maltratador. Lo que pasa es que no se ha podido probar. Y se queda tan fresca: toma estado de derecho, presunción de inocencia y garantías jurídicas, María de las Angustias.

Y al fondo, como coartada, las mujeres asesinadas por sus parejas masculinas. Es cierto que unos pocos perturbados, enloquecidos –o grandísimos hijos de puta, que también los hay– matan a sus mujeres. Como otros –y otras– tan hijos de puta como los anteriores matan a sus maridos, a sus vecinos, a sus hermanos o hasta la madre que los parió por odio, celos, una linde, la herencia de la abuela o una discusión de tráfico. O por puro y simple instinto bestial. O por una apuesta. Criminales abyectos cuyas conductas –que no sus autores, ojo al dato–, están tipificadas y castigadas en el código penal. Desde lo de Puerto Urraco, al asesino de la katana, la dulce Neus o los asesinos de Marta del Castillo, Marilúz o Sandra Palo. Pero esa es otra historia, nada que ver con la inventada “violencia de género”. En equipararlas y confundirlas radica la perversa trampa feminista.

Antonio Cabrera Salamanca
 
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