Tanto en el proceso electoral del pasado 22 de
mayo como en el más reciente del 20 de noviembre, se utilizó sin miramientos,
como arma arrojadiza, el Estado de Bienestar y los recortes en los servicios
básicos. La crisis económica y los gastos excesivos del Gobierno central, de las
Comunidades Autónomas y de algún que otro Ayuntamiento auguraban amenazantes
déficits públicos que habría que controlar obligatoriamente de alguna manera.
Los partidos políticos con posibilidades, conscientes de la necesidad imperiosa
de un cambio radical, han comenzado a lanzar al aire abundantes consignas de
austeridad.
Las últimas elecciones autonómicas propiciaron
cambios de Gobierno muy sonados, como el de Castilla-La Mancha y el de
Extremadura. Unos meses antes se había producido también el relevo al frente del
Gobierno en la Generalitat de Cataluña. Después de la investidura de los nuevos
presidentes electos, aparece en toda su crudeza la verdadera y espeluznante
realidad del elevado déficit de las cuentas autonómicas. Se esperaba que las
deudas superaran con creces lo que se decía en las comunicaciones oficiales
preparadas para el traspaso de poderes. Pero la realidad sobrepasó hasta los
peores pronósticos imaginados, sobre todo en el tradicional feudo socialista de
Castilla-La Mancha y también en la Generalitat catalana del socialista José
Montilla y del nefasto Tripartito.
Las aberrantes deudas con que se encontró el
Partido Popular en la comunidad castellano-manchega, al sustituir a José María
Barreda al frente de la misma, dieron pié a que los candidatos de dicho partido
a las próximas elecciones del 20 de noviembre insistieran con más fuerza en la
necesidad de aplicar políticas rigurosas de ajuste para controlar
definitivamente el desmadrado déficit público. La insistencia en señalar la
necesidad de ser extremadamente austeros para salir de la crisis ha despertado
el temor de los ciudadanos a que se produzcan recortes en los servicios
públicos, mostrándose especialmente inquietos por si esos recortes se producen
dentro del sistema público de salud.
La decisión de Artur Mas de eliminar camas en los
hospitales, reducir personal e incluso cerrar ambulatorios ha contribuido
decisivamente a que aumente el nerviosismo de los ciudadanos por miedo a que se
haga lo mismo a nivel nacional. También ha influido mucho en esa razonable
preocupación ciudadana, el empecinamiento de los socialistas en insistir
continuamente en que Mariano Rajoy tiene decidido efectuar un amplio recorte en
el Estado de Bienestar. Todo esto ha influido para que la sanidad se haya
convertido ya en el cuarto mayor problema de los españoles.
Todavía en el mes de julio pasado, la
preocupación por sanidad solamente inquietaba al 4,3% de la población española,
ocupando el décimo lugar en la lista general de preocupaciones. En la encuesta
de noviembre, el porcentaje de preocupación ha crecido más de tres puntos,
situándose en el 7,7%, por encima incluso de educación. Según la última encuesta
del CIS, solamente hay tres cosas que preocupan más a los españoles que la
sanidad: el paro en un 83,0%, los problemas económicos en un 48,2% y la clase
política en un 22,6%. Después ya viene sanidad.
Suelen presumir en el PSOE que nadie ha dotado de
tantos medios económicos a la Sanidad Pública como ellos. Que gracias a ellos,
el sistema de salud español compite, en plan de igualdad, con cualquiera de los
países de nuestro entorno. Y no es verdad ni lo uno ni lo otro. Relacionando el
gasto sanitario con el Producto Interior Bruto, estamos casi un punto por
debajo de la media de los 15 países con mayor antigüedad en la Unión Europea.
Nuestro gasto público sanitario a finales de 2007 por ejemplo representó el 6,1%
del PIB, mientras que la media comunitaria estaba en un 7,06%. Si es cierto, en
cambio que los socialistas aportaron al sistema sanitario español mucha más
burocracia que los demás partidos.
A pesar del desfase en gasto sanitario con
relación a la media de UE, el Gobierno socialista, afortunadamente ya en su casa
por decisión soberana de los ciudadanos, ponía el grito en el cielo por el
elevado coste que tiene la Sanidad para las arcas públicas. Y culpaban de ello
al envejecimiento innegable de la población española, al aumento demográfico y,
sobre todo, a la espectacular escalada del número de recetas y visitas al
médico por cada ciudadano español. Silenciaban, sin embargo, la excesiva
burocratización que ellos introdujeron en el Sistema Nacional de Salud y que dio
lugar a que se contrataran más personas de las que objetivamente eran
necesarias.
De las personas contratadas innecesariamente, las
que no fueron contratadas a dedo por ser familiares o amigos del Gobierno, lo
fueron porque se les debía algún favor político. Y la mayor parte de ellas para
ocupar puestos directivos y de altos cargos con sueldos suculentos. Es cierto
que trataron de aliviar la presión presupuestaria para garantizar la
sostenibilidad de la Sanidad Pública, pero centraron equivocadamente todos sus
esfuerzos en reducir el coste farmacéutico, obviando los gastos ocasionados por
la inflación absurda de personal. Así que impusieron una rebaja del 15% del
precio de los medicamentos con más de diez años en el mercado. Obligan a la vez
a los médicos a recetar por principio activo en lugar de hacerlo con el nombre
comercial. Así, el farmacéutico estará obligado a despachar siempre el de menor
precio.
La ya ex ministra de Sanidad, Política Social e
Igualdad, Leire Pajín, insinuó que sería muy interesante que los ciudadanos
abonaran una cantidad “simbólica” por ir al médico. Según ella, ese copago
sanitario “simbólico” garantizaría un uso más racional de los servicios médicos
y serviría además para “garantizar la sostenibilidad” del Sistema Nacional de
Salud. Pero ni Leire Pajín, ni los demás miembros del Ejecutivo se atrevieron a
poner en marcha una medida disuasoria como esta, para reducir las visitas de los
usuarios a los médicos, por el enorme impacto social negativo que hubiera
causado.
El presidente de la Generalitat catalana, Artur
Mas, si se atrevió a exigir a los usuarios un euro por receta despachada, pero
tal medida no va a suponer ninguna solución definitiva al desfase presupuestario
de Sanidad, como tampoco hubiera solucionado el problema el Gobierno central si
hubiese implantado el copago sanitario. Quizás habría supuesto un alivio
inicial, pero nada más. Para llegar a una solución contable firme, más que
recortes en los servicios y mucho más que imponer ocasionalmente cargas
adicionales al usuario, se necesita gestionar mejor los recursos disponibles,
optimizando su utilización de la manera más rentable posible.
Una mejor gestión de los recursos disponibles
implica, ni más ni menos, organizar mejor los procesos, los medios de
diagnóstico y las formas de trabajar para ser más eficientes. Y para conseguir
esto, es preciso que se prescinda rigurosamente de la jerarquía política y
entregar la dirección de los diferentes centros del Sistema Público de Salud a
profesionales cualificados. De dirigir un servicio como éste con criterios
políticos a hacerlo exclusivamente con criterios profesionales hay un abismo.
Sobran también, como no, los distintos chiringuitos que se crearon en Sanidad
para dar cobijo laboral a familiares, amigos y paniaguados de toda casta, que no
aportan nada al sistema sanitario, salvo el incremento de un gasto inútil.
Si los servicios sanitarios dependieran
exclusivamente de profesionales competentes, primaría la eficiencia sobre
cualquier otra consideración de tipo político, aprovechando mucho mejor todos
los recursos sanitarios disponibles. Está fuera de toda duda, que el sistema
sanitario tal como está ahora no funciona y es tremendamente ineficiente. Además
de dejar en manos de expertos profesionales la dirección de Sanidad, no estaría
de más reducir de forma significativa las diferencias interregionales para
lograr una cartera de servicios comunes. Esto supondría recuperar las
competencias sanitarias y reconstruir de nuevo el antiguo Insalud, en lugar de
mantener los costosos 17 sistemas sanitarios.
La dispersión de competencias de sanidad ha
deteriorado notablemente el Sistema Público de Salud, encareciéndolo de manera
evidente. Con la recuperación de las competencias por parte del Estado,
evitaríamos los agravios comparativos entre los usuarios de las distintas
Autonomías, la atención médica mejoraría su calidad y, por si esto fuera poco,
el coste de los servicios sería considerablemente inferior.
Gijón, 26 de diciembre de 2011José Luis Valladares Fernández Criterio Liberal. Diario de opinión Libre. |
Posted:
03 Jan 2012 04:28 AM PST
Tras anunciar Mariano Rajoy que no se subirían los impuestos, lo
que parecía improbable ha ocurrido. Y no hay peor fraude para el votante que no
cumplir la palabra dada antes de unas elecciones, mentir a su electorado
diciendo que no se subirían los impuestos y luego, nada más iniciar su mandato,
hacer precisamente lo contrario a lo prometido. Las consecuencias pueden ser
impredecibles para el PP. El viernes pasado cuando se hacían públicas las
medidas urgentes para hacer frente al déficit presupuestario, quedó patente que
el partido popular se ha convertido en un fiasco para buena parte de su
electorado más liberal, pues su política de elevar considerablemente —por no
decir confiscatoriamente— la presión fiscal, olvida los principios más
elementales del liberalismo económico que le había caracterizado. El PP abraza
políticas keynesianas que buena parte de la izquierda española ya había
propuesto y que ahora ha aplaudido. Lamentablemente quienes habían votado a
Rajoy no lo hicieron para que finalmente utilice las recetas que ya habían sido
enterradas junto al sarcófago socialdemócrata.
Estamos ante la mayor subida del IRPF (Impuesto de la Renta de las personas físicas) de la historia de España, que nos convierte en el tercer país con mayor presión fiscal de la Unión Europea. Los grandes perjudicados nuevamente las clases medias, que ante la subida de los impuestos no les quedará otra, al menos a corto plazo, que reducir su consumo y su ahorro privado, lo que originará la irremediable agonía de nuestra economía pues volverán las cifras de decrecimiento económico. Una nueva depresión económica nos conduciría a toda prisa e irremediablemente sin escalas, hacia el «tercer mundo». Todo es cuestión de tiempo. Si la economía no llega a reactivarse en los próximos cinco años, la economía española retrocederá en el ránking de los países más desarrollados y será arrollado por los países emergentes. Se han reducido de forma timorata las subvenciones a partidos políticos, sindicatos y patronal, solo un 20%. Buena parte de los españoles habrían querido que empiecen con reformas que permitan adelgazar el Estado Autonómico. Son necesarias además muchas otras, como la reforma de la educación, la de la justicia, la Ley electoral, la sanidad, etc. Esperemos que al menos se planteen soluciones para hacer frente al grave problema financiero de endeudamiento público y privado, pues la medida de elevar la presión fiscal sobre el ahorro incluso agrava aún más el problema de la falta de crédito. Uno de los elementos imprescindibles para generar liquidez es aumentar nuestro ahorro privado, no solo el público. Los economistas liberales sabemos que la base de la economía productiva está en el ahorro, por lo que no se debe atacar esta variable clave para nuestra economía aumentando impuestos, es decir, no debemos gravar más aún las rentas salariales, ni las rentas del capital (rendimientos de productos financieros, plusvalías por venta de acciones o vivienda o seguros de vida, etc.), puesto que con ello se corre el riesgo de empeorar nuestros problemas de liquidez. Otro elemento clave para resolver el problema de la liquidez de nuestra economía está en nuestro propio sistema bancario, es aquí donde hace falta una reforma profunda de su actividad. Además, mientras no se obligue a las entidades bancarias a valorar correctamente sus activos y a asumir pérdidas, no será posible dar fluidez al crédito, imprescindible para activar la economía productiva. A los economistas más liberales nos produce estupor pensar que se va a seguir castigando el ahorro como ya lo hizo el Gobierno del PSOE en 2010. Porque, una subida del IVA incidiendo sobre los bienes de lujo, probablemente hubiera tenido los mismos efectos negativos sobre el consumo de estos bienes suntuarios, pero al menos no retrotraería el ahorro privado de las familias de clase media, como es previsible que ocurra con el alza del IRPF, al dejar menos renta disponible. Pero, no es solo eso, con la reforma del IRPF se desincentivará el esfuerzo por trabajar y conseguir más rentas del trabajo, y no se garantiza en absoluto además, que la recaudación fiscal vaya a aumentar, tanto porque el menor consumo restará impuestos indirectos, como porque las personas intentarán buscar vías alternativas para evadir a hacienda. Si seguimos por este camino, exprimiendo tanto la base impositiva, nos vamos a quedar sin tener de dónde recaudar y eso nos podría colocar en una situación difícil, sin apenas margen de maniobra con la política fiscal en un futuro. Las políticas más coherentes hubieran sido ampliar las reducciones del gasto. Por ejemplo, pdríamos ahorrar una cantidad próxima a los 30.000 millones si evitamos duplicidades en las funciones de organismos y administraciones públicas, pero claro, ello implica entrar en una reforma de calado con el fin de adelgazar el Estado Autonómico y las Administraciones Públicas que el partido popular parece que intenta evitar. A estas alturas, aún considerando que el déficit se haya disparado al 8%, algunos economistas vemos que esta intervención estatalista y coercitiva del nuevo gobierno, no ha sido una política acertada. Conste que no echamos la culpa del elevado déficit al gobierno del PP, todos sabemos que los culpables últimos de la situación actual son los anteriores gobernantes del PSOE, pero no nos creemos que el nuevo gobierno del PP no supiera el estado de las cuentas públicas antes de las elecciones. Muchos también nos preguntamos si todo vale con tal de poder continuar en el euro, incluso la ruina económica de España. Dudo que a España le hubieran impuesto finalmente el aumento de impuestos, como sugiere el Ministro de Economía; porque además, nada está garantizado después de tomar estas medidas y, porque con dichas medidas no le será posible ganar competitividad a la economía española, que es el tema de fondo que subyace en esta grave crisis y que lamentablemente será difícil conseguir que nuestras empresas sean más productivas. En cualquier caso serían medidas estructurales de largo plazo. Pero, la urgencia es a corto plazo, y, hasta donde sabemos, solo es posible ganar competitividad con correcciones del tipo de cambio. Quizás, si no estuviéramos encorsetados como lo estamos en el euro y, si dispusiéramos de una moneda propia, el tipo de cambio actuaría como mecanismo corrector de nuestros desequilibrios, porque una cosa es que sea el propio mercado quien se encargue de corregirlos y, otra muy distinta, que sea un gobierno fiscalizador —del signo que sea— el que decidida arbitrariamente y en nuestro nombre, a quién hay que reducir sus salarios y a quién no, y, cuál es la medida económica más oportuna que conseguirá acertar en dicha corrección de los desequilibrios. De qué vale además, que un gobierno incentive a punta de subvenciones la compra de vivienda, si por otro lado eleva el Impuesto sobre bienes Inmuebles (IBI); que nos lo expliquen. En ningún caso debería ser un argumento el buscar favorecer a los ayuntamientos, que en muchos casos han dilapidado el dinero de los ciudadanos. Al menos deberían anunciar que ese aumento del IBI sirviera para pagar en primer lugar a los proveedores, y, en segundo lugar, lo que habría que pedir son responsabilidades, incluso penales, a todos aquellos responsables políticos que han hecho un mal uso del dinero público. ¿Para qué tenemos sino el Tribunal de Cuentas? Lo que realmente necesitamos son leyes fiscalizadoras de los excesos de los políticos y, para nuestras entidades locales «buenos gestores», verdaderos administradores de la ciudad, no políticos manirrotos. De qué sirve que un gobierno castigue congelando el salario de los funcionarios, si no se acompaña con una reforma de la Función Pública que impida que se sigan colando funcionarios sin oposición, o que se les coloque a dedo. De que sirve hablar de flexibilidad laboral, y de no reposición de funcionarios (amortizando plazas), si incluso la propia Administración no garantiza la flexibilidad que permita trasladar a los funcionarios entre departamentos o entre distintas Administraciones Públicas. No solo hace falta una reforma laboral, también es preciso una reforma de nuestras Administraciones Públicas, pero sobre todo, es necesario abandonar las políticas coercitivas y las subvenciones que lo que hacen es distorsionar las reglas del mercado y, apostar por medidas liberalizadoras que den una mayor importancia al sector privado de nuestra economía. Gunther Zevallos Economista Criterio Liberal. Diario de opinión Libre. |
|